Trump, retribución y el poder presidencial: el nuevo rostro del autoritarismo institucionalizado en EE.UU.

Análisis del uso del poder ejecutivo por parte de Donald Trump para castigar a críticos, influenciar actores privados y redibujar los límites de la democracia estadounidense

Un camino ya transitado: el patrón de represalias de Trump

Desde su retorno a la presidencia, Donald Trump parece estar llevando adelante un plan sistemático de retribución. Bajo el lema que proclamó en marzo de 2023 —“Para quienes han sido traicionados, soy su retribución”—, ha puesto en marcha una serie de medidas orientadas a penalizar a quienes alguna vez lo investigaron, cuestionaron o enfrentaron. Lo ha hecho no solo desde instituciones oficiales, sino también apuntando directamente a empresas, universidades, medios y bufetes de abogados reconocidos internacionalmente.

En apenas dos meses de mandato, Trump ha demostrado que su interpretación del poder presidencial no reconoce límites cuando se trata de castigar a aquellos que considera adversarios. Ya no se trata solamente de políticas públicas, sino de una campaña personal convertida en política de Estado. La clave: moldear la vida institucional estadounidense a su imagen y semejanza.

El caso Paul Weiss: una historia de sumisión forzada

Uno de los episodios más preocupantes de esta estrategia se dio con el reconocido bufete Paul Weiss, fundado en 1875 y con un historial intachable en defensa de derechos civiles y representación de grandes corporaciones. La firma se vio amenazada con perder contratos federales, accesos a dependencias gubernamentales y la suspensión de habilitaciones de seguridad. ¿El motivo? Un antiguo abogado suyo —Mark Pomerantz— investigó las finanzas de Trump como fiscal en Manhattan.

La amenaza fue clara: el bufete debía elegir entre enfrentarse legalmente al gobierno o ceder. Optaron por lo segundo, tras una reunión en la Casa Blanca donde acordaron realizar $40 millones de trabajo jurídico pro bono para causas promovidas por la administración Trump. La orden ejecutiva fue retirada posteriormente.

La reacción del mundo jurídico no se hizo esperar. Más de 140 exalumnos de Paul Weiss denunciaron la rendición como “una complicidad vergonzosa”. Brad Karp, presidente del bufete, justificó la decisión como una forma de evitar un “ataque existencial” que podría haber colapsado al estudio completo. Pero el daño reputacional ya estaba hecho.

Una ofensiva más amplia: universidades, medios y tecnología

El caso de Paul Weiss no es un incidente aislado. La Universidad de Columbia también fue presionada. Tras protestas estudiantiles por la guerra entre Israel y Hamas, el gobierno de Trump retuvo $400 millones en fondos federales y exigió cambios. Columbia cedió: limitó las protestas, adoptó definiciones más estrictas de antisemitismo y restructuró su departamento de estudios de Medio Oriente. Aunque denominados como “reformas”, en realidad significaron una claudicación institucional frente a una injerencia externa sin precedentes.

En paralelo, Trump también apuntó a la Universidad de Pennsylvania, congelando fondos por un valor de $175 millones por hechos vinculados a un nadador trans con historial en la institución. Aunque este último ya no formaba parte del equipo, la administración usó el caso como excusa para reforzar su campaña contra las iniciativas de Diversidad, Equidad e Inclusión (DEI).

En el sector tecnológico y mediático, Trump obtuvo acuerdos con Meta —la empresa matriz de Facebook— y ABC News. El primero, tras una visita del CEO Mark Zuckerberg a Mar-a-Lago, desembolsó $25 millones para resolver demandas. El segundo, pagó $15 millones para la biblioteca presidencial tras difusiones consideradas difamatorias. En ambos casos, los acuerdos no solo solucionaron disputas legales, sino que marcaron una sumisión de las grandes empresas a la voluntad presidencial.

El uso de la maquinaria estatal para intimidar

La administración Trump ha empleado una red de mecanismos que bordean lo autoritario para avanzar con su agenda de represalias. Varios bufetes de renombre, como WilmerHale y Jenner & Block, han recibido órdenes ejecutivas por tener nexos con el equipo del fiscal especial Robert Mueller, responsable de investigar los vínculos entre la campaña de Trump y Rusia.

Ambas firmas interpusieron demandas judiciales y lograron suspensiones judiciales parciales. Pero la presión no deja de crecer. Skadden Arps, otra influyente firma, evitó la confrontación llegando a un acuerdo para ofrecer $100 millones en servicios jurídicos pro bono y renunciando a políticas de inclusión en sus contrataciones.

Más allá de lo jurídico, estos acuerdos implican una rendición práctica y discursiva: los actores privados prefieren plegarse antes que enfrentar el peso completo del aparato estatal.

Intervenciones internacionales: el caso de Francia

Lo más inquietante, sin embargo, es que el alcance de las políticas retributivas de Trump ha cruzado fronteras. En Francia, empresas denunciaron haber recibido cartas de la Embajada de EE.UU. en París exigiendo firmar declaraciones de cumplimiento con las políticas anti-DEI impulsadas por Trump en territorio estadounidense.

El documento solicitaba explícitamente que las compañías certificaran que no asumían ninguna iniciativa que promoviera diversidad o inclusión que pudiera violar las leyes contra la discriminación federales. La ministra francesa Aurore Bergé calificó el intento como un “diktat” inaceptable y denunció interferencia extranjera directa.

La respuesta empresarial fue clara: muchas compañías se negaron a responder el documento, reforzando su compromiso con políticas de integración y diversidad.

Una nueva dimensión del liderazgo presidencial

Lo que hace singular esta etapa del liderazgo de Trump es la transformación de cargos institucionales en herramientas de guerra política. La presidencia, en sus manos, se ha convertido en una plataforma de coerción para deformar estructuras democráticas, disciplinar la disidencia y prolongar su influencia más allá de los mecanismos tradicionales de gobierno.

No hay precedente reciente alguno en Estados Unidos de un presidente que haya usado su cargo para penalizar a actores privados de esta forma tan directa. Ni siquiera en el macartismo de los años 50 —referencia recurrente por el propio mundo jurídico— se vio una táctica tan explícitamente instrumental del poder estatal contra el sector privado.

¿Puede la democracia resistir esta arremetida?

Para muchos, estos eventos representan la erosión del tejido democrático estadounidense. Si las instituciones desde el derecho, la academia, los medios o las empresas ceden presión tras presión, la barrera que separa al poder ejecutivo de la apropiación total del equilibrio republicano se debilita hasta desaparecer.

Según Ty Cobb, exabogado de la Casa Blanca durante la primera administración Trump, esta dinámica genera un efecto dominó: “Cuantos más se rinden, más extorsión se incentiva… Veremos a más universidades, firmas de abogados y enemigos de Trump siendo forzados a someterse”.

Mientras tanto, voces conservadoras alegan que todo presidente tiene prerrogativas para decidir con quién contrata o quién recibe acceso a recursos del gobierno. Y aunque esa declaración es legalmente cierta, el uso que se le da dentro de una estrategia de represalia desnaturaliza todo principio de imparcialidad ejecutiva.

Cuando se premia la lealtad en lugar del mérito

En ese nuevo orden, las empresas que se someten al gobierno son premiadas; las que osan resistir son desfinanciadas o tildadas de “enemigos”. Las universidades que ajustan sus agendas ideológicas a exigencias políticas entran en gracia. Los medios que aceptan acuerdos económicos pueden seguir cubriendo al presidente; los independientes, como la agencia de noticias AP, son excluidos.

El resultado final: un ecosistema donde el mérito, la independencia y la legalidad son sustituidos por la obediencia, la afinidad y el miedo.

Mientras tanto, Trump celebra lo que considera victorias políticas: “Las universidades están doblando la rodilla y diciendo ‘Gracias señor, lo apreciamos tanto’. Los abogados solo dicen ‘¿Dónde firmo?’ Nadie lo puede creer”.

¿Y ahora qué?

Estos primeros 60 días del segundo mandato de Trump ya han delineado una agenda clara: usar cada recurso estatal como mecanismo de control, venganza e imposición ideológica. Si este es el preludio, lo que sigue puede poner en jaque la vigencia misma de los principios constitucionales que han sostenido la democracia estadounidense durante siglos.

La historia juzgará si los actores institucionales de hoy eligieron resistir o rendirse. Por ahora, la balanza se inclina preocupantemente hacia lo segundo.

Este artículo fue redactado con información de Associated Press