No eres quien creías: el camino de los bebés robados en Argentina para reconstruir su identidad
BUENOS AIRES (AP) — Cuando ella se presenta, dice su nombre completo: Claudia Victoria Poblete Hlaczik.
Nombrarse en su totalidad es una bandera. Es como decir: la dictadura desapareció a mis padres y a otras 30.000 personas, pero ahora ellos habitan mi nombre; por ellos y los que faltan salimos a marchar cada 24 de marzo; nombramos cómo, entre 1976 y 1983, la represión nos secuestró pensando que así silenciaría la disidencia.
Ella se llama Claudia, pero no siempre fue Claudia. Antes era Mercedes —“Merceditas” Landa— y pasó 20 años pensando que era la hija de un militar —cuando no lo era— y el círculo en el que se movía su “padre” —que no era su padre— la secuestró cuando tenía ocho meses junto a sus verdaderos padres. Y entonces ella, como si fuera una mascota y no una bebé que debió ser criada por su familia, fue apropiada por una pareja de desconocidos y pasó dos décadas bebiendo un agua hecha de mentiras.
Mercedes no se convirtió en Claudia de un momento a otro, pero el domo de ficción que la cubría sí que se rompió en un instante.
En febrero del 2000, durante su hora del almuerzo y pensando que asistiría al juzgado que la citó para cumplir con un trámite, un juez le dijo que no era quien creía y ahí Merceditas Landa cayó por la madriguera como Alicia en el País de las Maravillas.
“Recuerdo esa sensación”, dice Claudia. “Que yo iba preparada para no creérmelo, como pensando, ‘esto que me van a decir no me va a importar’”.
Entre las hojas que el juez le entregó, una de ellas decía que había más de 99% de probabilidad de que fuera hija de desaparecidos. Y, junto a los exámenes, la foto de una bebé.
La bebé era ella. Lo sabía porque el teniente coronel Ceferino Landa y su mujer le tomaron fotos cuando la llevaron a casa después de registrarla como su hija biológica. Como si las fotos nuevas borraran las viejas y una partida de nacimiento falsa la desapareciera a ella.
“Las primeras fotos que yo había visto de mí misma eran iguales”, dice Claudia.
El problema, entonces, no fue dudar que el juez decía la verdad, sino lo que implicaba. Si ella ya no era quien creía, ¿quién era?
En abril de 1977, un grupo de mujeres empezó a reunirse en la plaza más simbólica de Argentina y el tiempo les puso un nombre: Madres de Plaza de Mayo.
A todas les faltaban sus hijos. Jóvenes militantes a los que la dictadura capturó y torturó en centros clandestinos desde donde muchos fueron transportados en aviones que los arrojaron vivos al mar.
En los últimos 40 años, los testimonios de los sobrevivientes han permitido reconstruir trozos del rompecabezas más siniestro de la historia argentina.
“Yo compartí celda con tu hijo”. “Escuché sus gritos bajo tortura”. “Vi a tu hija, embarazada, ser arrastrada por los suelos”.
No todas las madres de los desaparecidos sabían que sus hijas o nueras estaban embarazadas, pero los testimonios las pusieron en acción. Ahí decidieron que no sólo pelearían por saber qué pasó con sus hijos, sino también con sus nietos.
Y así, la dictadura las convirtió en las Abuelas de Plaza de Mayo.
Pedro Alejandro Sandoval no lo supo de boca de un juez.
La mañana en que vio la foto del que creía que era su padre, todavía se llamaba Alejandro Rei y aquella noticia en el diario parecía un sinsentido. ¿Excomandante Víctor Rei detenido por falsificación y ocultamiento? ¿Por el robo de un menor? ¿Cuál menor?
Él, como Claudia, también estaba en sus veintes. Para 2004 ya habían pasado dos décadas del retorno a la democracia y las Abuelas se habían articulado como un organismo de derechos humanos que buscaba a sus nietos de la mano del Estado.
Ese respaldo es lo que hoy permite que se judicialicen los casos. Que una vez que un examen de ADN confirma que se trata de un bebé robado en dictadura, se inicien juicios y sus “apropiadores” —quienes fingieron ser sus padres— sean encarcelados.
Cada nieto enfrenta la verdad a su manera. Algunos exigen que los dejen tranquilos. Varios piden tiempo. Otros vuelan a abrazar la vida que ignoraban que existía.
Pedro no cayó de la madriguera como Claudia, pero ilustra su proceso con otra referencia literaria: “El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde”, novela que retrata a un personaje con dos identidades.
“Era la misma persona, pero me desdoblaba todo el tiempo”, cuenta Pedro.
Aún lleva ese desdoblamiento en el nombre. Él, a diferencia de Claudia, nació en un centro de detención clandestino y no fue registrado por sus padres, así que, tras su restitución, tuvo que elegir cómo llamarse.
Se decidió por Pedro, como su madre quería nombrarlo en honor a su abuelo, y conservó Alejandro porque, a fin de cuentas, por más de 26 años también fue él. A su papá lo recuperó en el Sandoval.
Alejandro tuvo una infancia feliz y escuchó al que creía que era su padre decir que nunca hubo dictadura, que los militares “resociabilizaron” el país. Años después, cuando lo fue a visitar a prisión, vio a ese mismo hombre reventado de ira gritar: “¡Hijo de puta, por tu culpa estoy aquí!”.
Pedro lleva 20 años tallando los recuerdos de sus padres en su nombre. Les dice “mis viejos” como si pasara con ellos los fines de semana. Como si cada tarde fuera a encontrarlos al bar donde tuvieron su primera cita y él bebió café tantas veces sin saber que compartían la sangre.
“Esto de estar hablando y moviendo las manos es de mi viejo”, cuenta. O “qué leona que era mi vieja. Una mina chiquita físicamente, que tenía 20 años cuando la secuestraron y aunque le hicieron lo que le hicieron, tuvo la fuerza y el coraje de tenerme”.
“Yo te puedo contar historias de mis viejos”, dice Pedro. “Hay algo mágico. El ADN es mucho más grande de lo que todos creemos”.
Entre 1978 y 2023, las Abuelas de Plaza de Mayo han recuperado a 133 nietos y nietas.
Cada restitución llena al colectivo de esperanza, pero también de urgencia, pues se calcula, según denuncias y testimonios de exdetenidos, que hay otros 300 bebés que aun no han sido identificados.
Claudia y Pedro dan testimonio porque la suya es una búsqueda viva como vivos están esos bebés robados que ya son adultos y en su andar por el mundo —sin desearlo, sin saberlo— perpetúan la apropiación. Esto es, si tú desconoces tu verdadera identidad, el engaño renace en tus hijos y los hijos de tus hijos. Las lesiones que infringió la dictadura se reabren de una generación a otra.
Manuel Goncalves Granada, nieto recuperado en 1997, trabaja en uno de los dos organismos estatales que echa a andar el andamiaje de Abuelas: la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad (CONADI). El otro es el Banco Nacional de Datos Genéticos.
La historia de Manuel y sus padres también sacude los huesos. A su papá lo secuestraron el día del golpe militar —24 de marzo de 1976— y fue asesinado una semana después. Su mamá se ocultó durante ocho meses —Manuel no sabe dónde nació—, hasta que hombres armados rodearon la casa en la que se escondía y lanzaron tiros, granadas y bombas lacrimógenas.
Manuel sobrevivió porque su mamá lo cubrió con mantas en un hueco del armario donde fue hallado antes de ser entregado en adopción ilegal.
Su abuela fue una de muchas que se separaron de Madres de Plaza de Mayo porque su búsqueda implicaba tareas específicas. Empezaron por lo más desesperado, pararse afuera de los jardines de infantes para ver si en los nenes reconocían los rasgos de sus hijos, y terminaron impulsando un sistema que garantizará que la búsqueda se mantenga cuando ya no estén.
Desde la CONADI, Manuel trabaja en la identificación de casos de posibles bebés robados. Al recibir una denuncia, el equipo realiza una investigación y, si localiza documentos que verifiquen una apropiación —digamos, una partida de nacimiento irregular— citan a la persona y se lo informan. Si ésta accede a continuar el proceso, se toma una muestra de ADN de manera voluntaria. Si no, se repite el procedimiento con la orden de un juez.
Abuelas recibe unas mil solicitudes por año, dice Manuel. “Ahora ya está viniendo la generación de los bisnietos. Dicen: ‘Mi mamá no se anima a venir, pero sabemos que mi abuelo no es mi abuelo’”.
Cuando una muestra de ADN confirma que Abuelas ha encontrado a un nieto, Manuel y la hija de la actual presidenta de Abuelas lo informan a la persona. Luego avisan a su familia y se llama a una conferencia de prensa que difunde la restitución.
“Para mí tiene que ver con mi propia identidad”, dice Manuel. “Si yo hago esto, es porque mi historia es ésta. Lo que hago o pienso es porque soy una persona a la que robaron primero y recuperé mi identidad después”.
A Claudia le tomó varios años compartir su testimonio.
Ahora que milita en Abuelas dice que, claro, no es fácil. Que saberse un nieto restituido trae consigo una historia muy triste y compleja, pero también una historia que es propia y que es cierta.
Cuando salió del juzgado y detuvieron a sus “apropiadores”, lo primero que sintió fue culpa. ¿Y si les pasa algo? Tienen más de 70 y no están bien de salud.
Le mintieron durante 20 años, sí, pero en ese momento ella tenía pocos minutos de haberse estrellado contra la verdad y se había pasado la vida llamándolos “papá” y “mamá”.
Para sostener la mentira de que era su hija biológica, Ceferino Landa y su mujer la metieron a un capullo. Merceditas no andaba sola por la calle. No leía ni miraba en televisión nada que no aprobara el coronel. Iba a una escuela de monjas. Creció —como Pedro— creyendo que en Argentina nunca hubo una dictadura, sino un proceso de reorganización nacional. Que las Madres de Plaza de Mayo eran locas que querían vengarse de los militares.
“No sabía que había niños robados”, dice Claudia. “Era algo que había sido ocultado y yo vivía bastante cuidadita, como una especie de recipiente hermético”.
Lo que más le costó, cuenta, no fue reconocerse como Claudia —nombrarse— sino salir de ese contenedor taponado por la culpa.
“Me sentía responsable porque pensaba que era decisión mía la que desencadenó eso, pero después me di cuenta de que no, que había sido decisión de mis apropiadores”.
La claridad llegó cuando se convirtió en madre. Ver a su hija le hizo dimensionar cómo, durante 20 años, esa gente que decía quererla le mintió cada mañana, cada noche. Que lo habría seguido haciendo por el resto de su vida.
Desdecir las mentiras empezó por lo más simple. Andar sola por la ciudad sin que le pasara nada. Aprender a manejar, a andar en bicicleta, a cocinar.
Y, luego, el mundo. “Lo que me encontré del otro lado no fue una banda de terroristas, sino a mi abuela, mis tíos, mis primos, una familia”.
De a poco empezó a poblar su nombre. La historia de sus padres sumada a nuevas certezas y creencias.
“La identidad es una construcción”, dice Claudia. “Yo no dejo de ser la Merceditas Landa que fui, pero eso se nutre de toda una cosa que viene después”.
Uno no es realmente libre cuando hay una mentira, dice. La libertad empieza cuando sabes la verdad y, frente a ella, puedes elegir.
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