Música, disfraces y el gozo de recordar a los difuntos: bienvenidos a las "muerteadas" mexicanas
SAN AGUSTÍN ETLA, México (AP) — Daniel Dávila pega saltitos para meterse en su papel y repetir su parlamento: “Yo soy el diablo chiquito, pariente de Satanás. Si con mi padre no te fuiste, ¡conmigo sí te irás!”.
El mexicano de San Agustín Etla dice que quiso ser diablo desde que cumplió 12 y participó en sus primeras “muerteadas”. En el estado de Oaxaca, donde vive, las comunidades celebran estas festividades de Día de Muertos desde niños y continúan emocionándoles por el resto de su vida.
Los detalles de cada muerteada varían de un pueblo a otro, pero la mayoría inicia con una visita a la iglesia local, donde los músicos tocan sus primeras piezas y los participantes piden la bendición a sus santos. Después inicia una puesta en escena y le sigue una procesión llena de bailes, brindis y visitas a las casas vecinas.
Daniel, que ahora tiene 33, confeccionó su disfraz de diablo semanas antes de la muerteada del 1 de noviembre. No recuerda cuántos cascabeles cosió a la tela roja, pero cuando se mueve con el traje puesto, parece una sonaja. Sus brincos no carecen de esfuerzo: entre pantalón y chaleco, su traje pesa unos 30 kilos.
“Me gusta el diablo por la forma en que se baila, brincando, y por el sonido”, dice.
En la puesta en escena, el humor nunca falta. La trama es la siguiente: tras la muerte de su marido, una mujer acude a su padre –un hacendado—- para pedirle que le ayude a revivirlo. El viejo manda traer a varios personajes, como un sacerdote y un doctor, pero todos fracasan. Quien lo resucita es el espiritista y por eso algunos dicen que las muerteadas festejan el triunfo de la vida sobre la muerte.
“Nosotros tenemos la creencia de que nos vienen a visitar nuestros difuntos y ésta es una manera de recordarlos en vida”, explica Daniel, cuyo personaje juguetón se dedica a jalar los pies al muerto. “No sólo es ir a bailar, saltar y emborracharse”.
De acuerdo con Víctor Cata, secretario de Cultura de Oaxaca, las primeras muerteadas fueron procesiones en las que las familias se ponían máscaras de jaguar. En tiempos prehispánicos, la gente temía que no brotara el sol y se extinguiera la vida. Se pensaba que con el fin del mundo habría mujeres que se convertirían en monstruos y devorarían a los humanos. En consecuencia, los pobladores se ocultaban bajo sus máscaras y pasaban la noche en vela.
“San Agustín Etla es una comunidad de orígenes zapotecos”, dice el secretario. “Pero las culturas viven y obedecen a sus tiempos. El culto a sus muertos ha ido cambiando y por eso ahora vemos una fiesta donde hay mucha alegría”.
Las muerteadas tienen un guion de base para algunos personajes como el de Daniel, pero la mayoría de los actores improvisa. Sus líneas se declaman en verso y se aprovecha la ocasión para ventilar chismes locales y burlarse de los políticos. Algunos se incomodan o molestan, dice Daniel, pero la mayoría pasa un buen rato.
Efraín García es otro oaxaqueño que pasó años disfrazándose de diablo, pero para estas muerteadas decidió ser espiritista. Desde su casa en el pueblo de San José Etla, dedicó una semana a pegar casi 900 espejos a la capa de su traje. Y, aunque sabe que moverse con esos 35 kilos de disfraz sobre la espalda será exhaustivo, está contento con el resultado.
El hombre de 57 dice que el gusto por las muerteadas se hereda. Sus hijos confeccionan trajes como él —incluso para ponerlos a la venta— y sobre una percha de su patio cuelga el disfraz de diablo de su nieta, un traje morado y diminuto con pocos cascabeles para que la pequeña pueda bailar sin esfuerzo.
“Esta fiesta la celebramos porque a nuestros difuntos les gustaba”, dice Efraín.
Los organizadores del evento también se preparan con mucha anticipación. Horacio Dávila, primo de Daniel y uno de los encargados de la seguridad de las muerteadas, cuenta que la banda musical se agenda con un año de antelación.
Las muerteadas no son baratas, explica. Los pobladores de algunas comunidades deben pagar una cuota para participar en la puesta en escena y se espera que los vecinos contribuyan con el pago de la banda. Los disfraces son aparte. Uno de diablo o espiritista, como los de Daniel y Efraín, puede costar hasta 15.000 pesos (unos 800 dólares).
La gente paga con gusto porque las muerteadas forman parte de nuestra identidad, asegura Horacio, y para muchos como él es la época más esperada del año.
“A los mexicanos algunas cosas nos duelen, pero luego las agarramos con risa, con burla”, dice. “Cuando yo me muera, no quiero que me lloren. Quiero que estén cantando, que traigan la música y se pongan a bailar”.
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