A un paso del abismo
Sentado a la barra de un bar del centro de Santiago espero a por una cerveza y a por un amigo. Tres horas atrás me ha llamado y me ha dicho «me hallo un abismo del cual no encuentro salida». He reflexionado, por un momento, sobre esta máxima y me he descubierto a mí mismo en un lugar similar. He pensado en lo siguiente:
Cuando naces, puede que los signos no luzcan bien. Puede que las puertas de la vida se cierren justo delante de tus narices. El problema puede ser tu posición en el vientre, o lo bien nutrido o saludable que estés, o el buen o mal día que tengan los facultativos. Un empujón y estás fuera de carrera.
Más tarde, nada cambia mucho. Tienes que lidiar con enfermedades que pueden ser fatales, tratamientos médicos, vacunas, idas al dentista, medicamentos y la alimentación. El asunto es que la mayoría de las cosas no dependen de ti, así como tampoco la efectividad de los movimientos vitales. Al menos no en un comienzo.
Solo es cosa de aferrarse al asiento con suma firmeza y seguir las instrucciones al pie de la letra. Las señales demarcan el punto límite. Un paso por fuera de la línea amarilla y eres hombre muerto. Pero en la mayoría de los casos, los límites son borrosos, inciertos, por lo que las violaciones al perímetro son recurrentes.
Las funerarias y centros hospitalarios son los primeros en agradecer la nula existencia de barandas, pasamanos, líneas rojas de contingencia y zonas de seguridad. Se celebran despedidas y hacen cotillones, todo en honor a los caídos. A la vez, el Estado y las instituciones gubernamentales incrementan el número de víctimas en sus libros de registro, a la vez que llevan un control persona a persona de las enfermedades, para no sobreestimar el número de sobrevivientes.
Por supuesto, el factor miedo es importante. Lo fundamental es que mantengas la cabeza y las extremidades al interior del vagón durante todo el viaje. Ni un paso por fuera, ni un paso por dentro. Existe peligro de colisión, desmembramiento, descuartizamiento y muerte segura. Las señales están ahí por una razón.
No por nada, portas en tu rostro o una señal de bienvenida o una señal de alejamiento. Naces con una señal que dice «peligro de derrumbe». Y por nada del mundo vayas a mirar tu retaguardia. El riel conduce en una sola dirección, incluso en un solo sentido. Lo que queda por detrás es únicamente tiempo extinguido y condensado.
La mayoría de los asuntos comienza a depender de ti cuando no hay razón para seguir la señales, aunque el peligro sigue existiendo. El abismo continúa, no se desvanece, solo es menos vasto y frío. El abismo es imperecedero, como los malos sueños, que afloran de vez en cuando, en otros formatos, con otras dialécticas y colores, pero idénticos, cuando las defensas están bajas o el intelecto se muere. Da igual, son dos respuestas a un mismo estado, dos canciones a un mismo amor.
Pero el miedo es un abismo, y lo recomendable es pensar en jirafas. En jirafas pequeñas, pues las espigadas se salen del registro. Pensar en jirafas que puedes montar y domesticar. O rinocerontes, como lo mencionaba Dalí, con tres cuernos y una fuerza divina.
Una vez te precipitas, no hay manera de evitar el golpe, el desangramiento, pero al menos puedes pensar en jirafas u otro animal exótico. Ahí es cuando comienzas a tener algo de control, cuando te autoinfliges el golpe y deseas comprender la dolencia, el shock. Puede que sea demasiado tarde, pero al menos te abrazas a algo tangible, cálido, sensitivo. Lo único inevitable es el abismo.
Luchar en contra de la vida es aletear los brazos en el aire mientras te precipitas. Es un saludo a la bandera, una lucha en contra del monstruo de la literatura. Desde que naces, caes y caes y hay poco más. La pregunta es si caerás con estilo, o no.