Más allá de la cárcel: pastores mantienen la esperanza de sanar a El Salvador de las pandillas
SAN SALVADOR, El Salvador (AP) — Podría ser otro tiempo y otra vida. Un pasado violento al que renunciaron para trabajar en esta cocina que hoy los envuelve con su olor a pan recién horneado.
Los salvadoreños pasaron décadas apretando los dientes mientras veían cómo el control de su país se ejercía bajo una premisa intolerable. Por años no les quedó más que elegir entre la extorsión o la muerte y tras esa oferta perversa estuvo siempre una pandilla: la MS-13 o la 18, rivales a matar y emblemas del mismo mal.
Hoy Ángel y Kevin espolvorean semitas con azúcar como hermanos. Su compañero Salvador reemplaza un foco en el corral de las gallinas. Andy confecciona llaveros de madera para vender.
Todos duermen en la misma habitación. Comparten una mesa en el almuerzo y una voz en honra a Dios durante el culto. Se rotan para lavar trastes, baños y pisos.
Los jóvenes forman parte del programa “Vida Libre”, un espacio para rehabilitar a expandilleros que el pastor estadounidense Kenton Moody fundó en 2021 en el departamento salvadoreño de Santa Ana.
Moody pide reservar los apellidos de los jóvenes porque estos son tiempos difíciles. Después de que el presidente Nayib Bukele iniciara una ofensiva contra las pandillas en 2022, decenas de expandilleros que se habían acercado a iglesias evangélicas para dejar atrás su pasado criminal fueron encarcelados. La mayoría de ellos ya había cumplido su condena.
De los 38 jóvenes que albergaba “Vida Libre”, diez han sido detenidos. Otros que ya se habían reinsertado en sociedad también han sido capturados, aunque el pastor no puede precisar cuántos.
Bukele ha dicho que Dios podría perdonar a los pandilleros, pero que su gobierno les cobrará sus crímenes.
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“Vida Libre” nació tras una visita del pastor Moody a una cárcel de menores.
Para entonces ya vivía en El Salvador, adonde llegó en 2010 y estableció una iglesia que llamó “La puerta abierta”. Alrededor de ésta creó una fundación que auspicia proyectos sociales y actualmente, además de “Vida Libre”, tiene otro centro donde se enseña repostería, computación e inglés; una clínica y una escuela.
Hace unos años, en una zona donde construía casas bajo el acecho de la 18, varios pandilleros fueron detenidos por enterrar viva a una mujer y Moody fue al penal para compartirles la palabra de Dios.
Cuando cruzó la reja, los guardias se quedaron afuera. El pastor se sintió inquieto, pero entonces vio a Hugo, un joven de la región donde ayudaba. Le explicó que sólo estaba de visita y el pandillero lo presentó a sus compañeros como su pastor.
Hugo no era cristiano y nunca había pisado su iglesia. “Yo había llegado hasta él porque había ido ayudando con una casa, visitando el área”.
Y entonces pensó: “Si Hugo sale, ¿qué va a ser de él? Va a regresar a la pandilla, ¿cómo lo evitamos?”.
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La primera pandilla no nació en El Salvador.
Para huir de la Guerra Civil, medio millón de salvadoreños emigraron a Estados Unidos en los años 80. La mayoría se estableció en Los Ángeles y ahí, tras unirse a grupos criminales mexicanos, nacieron Mara Salvatrucha 13 (MS) y Barrio 18.
Estados Unidos deportó a unos 4.000 pandilleros en los años 90 y las autoridades salvadoreñas calculan que la cifra actual asciende a 76.000.
La llegada de las pandillas partió al país en tres: los territorios de la MS, los de la 18 y los neutrales. En ese mapa demarcado por el terror, quienes vivían en el terreno de un bando peligraban en el enemigo, fueran criminales o no.
Y así, los salvadoreños crearon reglas internas que sólo ellos conocen: evitar transitar por ciertas zonas, no vestir prendas que los confundan con traidores y entregar parte de su salario a los pandilleros.
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La cruzada de Bukele es inflexible: quien es o fue pandillero no volverá a ver la luz del sol.
Las encuestas muestran que la mayor parte de la población apoya el estado de excepción que impuso en marzo del año pasado en respuesta a un aumento alarmante de la violencia de las pandillas. Desde entonces, los asesinatos han ido a la baja y la gente se siente segura al caminar por calles que antes estaban secuestradas por el crimen.
Muchos, sin embargo, también lloran la detención de familiares inocentes. El régimen suspende el derecho a ser informado del motivo de un arresto y el acceso a un abogado. También está prohibido reunirse.
El gobierno ha reconocido que de los 68.000 detenidos en 15 meses, 5.000 fueron liberados tras no poder ser vinculados con grupos delincuenciales. Al menos 153 han muerto bajo custodia del gobierno, reportó hace unas semanas la organización no gubernamental Cristosal.
Quien opine que esta paz tiene un costo queda en la mira del presidente. Recientemente tuiteó que los grupos de derechos humanos sólo velan por los criminales y que a él no le importa la prensa crítica.
La pandilla es la peste, dijo, y para sanar a su país hay que eliminarla.
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Mientras muestra los cuartos vacíos de su iglesia Eben-Ezer, en San Salvador, el pastor Nelson Moz habla como si hasta su voz doliera. Aquí llegó Raúl en 2012 con el cuerpo cubierto de tatuajes y Dios en el corazón.
“Ya soy libre y quiero cambiar, ayúdeme”.
Al igual que Moody, Moz confió en que Dios le mostraría el camino a quien alguna vez le había ofrendado su vida a la pandilla. Él mismo cambió gracias a la religión.
“Tuve una época en que me encontré con las drogas, pero me compartieron el Evangelio y encontré a Jesús”, dice.
Aunque era 1980 y las pandillas no existían, esa experiencia transformadora lo llevó a confiar en Raúl. Según el pastor, el expandillero se convirtió al cristianismo en el penal. Al salir volvió a su clica –como se conoce a cada célula que agrupa a una pandilla--, pero a los pocos días le dijo a sus líderes que quería dejar la vida delictiva.
“Me lo trajeron y Raúl me dijo: ‘No tengo familia, he vivido en la calle. Toda mi vida ha sido la pandilla’”.
La situación era nueva para él. Hasta ese momento el pastor sólo conocía a algunos pandilleros de vista. Eran creyentes que asistían a sus cultos con sus esposas y niños. “Esta es una iglesia de barrio, entonces de alguna manera teníamos contacto, pero nada más”.
Cuando Raúl llegó, Moz transformó su oficina en un refugio temporal. La voz se corrió y, tras dejar la cárcel, otros expandilleros acudieron a él.
“Cuando menos sentí ya tenía ocho, 10, 15, 20 y les empecé a abrir espacios, a construir habitaciones. Dormían en el suelo. No teníamos camas, no teníamos nada”.
La desconfianza también se propagó. “Mis amigos, mi familia, la congregación se asustó. Mucha gente se fue”.
Para prevenir tragedias, el pastor puso orden. Sólo recibía a expresidiarios con carta de libertad, todos tenían tareas que cumplir y había inspecciones policiales recurrentes. Algunos decían que su iglesia escondía a criminales, pero él continuó brindando acompañamiento a quien demostrara disciplina y expulsando a quien rompiera el reglamento.
Los cuartos bajo su iglesia empezaron a vaciarse en marzo de 2022. Hasta antes del régimen de excepción, apoyaba a más de 40 expandilleros pero ahora todos -Raúl entre ellos- están nuevamente en prisión.
Algunos llevaban más de una década fuera de la pandilla, dice con tristeza el pastor. Muchos se habían borrado los tatuajes. Otros incluso eran pastores; tenían trabajos y familias que ahora sufren su ausencia.
“Siempre me he mantenido al margen de la parte política, partidista, porque soy un pastor”, explica. “Sabemos que la verdadera transformación la produce Dios en el corazón. Sucedió conmigo, sucedió con Raúl. Sucedió con muchos”.
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De la pandilla sólo se sale muerto o a través del cristianismo, dice una regla que no está escrita en ningún lado.
Algunas iglesias evangélicas son un sitio clave para quien busca reconstruir su identidad y por eso Robert Brenneman, profesor de Justicia Criminal y Sociología de la Goshen College de Indiana, Estados Unidos, pasó años estudiando cómo los pandilleros acuden a ellas para dejar “la vida loca”.
No todas reciben a pandilleros, pero las que acceden ofrecen discursos de transformación individual y códigos de conducta para lograrlo.
“Dentro de la tradición evangélica, el peor pecador brinda al Espíritu Santo la mayor oportunidad para demostrar el poder del Evangelio y de Jesús para transformar a las personas”, dice Brenneman.
Para ser evangélico hay que dejar el alcohol, las drogas, la promiscuidad y acudir a un culto hasta seis veces por semana. Esto conlleva un cambio en el habla, el vestir y la manera de relacionarse, por lo que la conversión no sólo importa por motivos espirituales: al hacerse cristiano, el expandillero deja tranquilos a sus líderes porque así les asegura que nunca se convertirá en su competencia y ellos no lo matarán por haber traicionado a sus hermanos.
Para Brenneman, estas iglesias no sólo responden a la violencia con la reinserción social, sino con programas que atacan las problemáticas que dan origen a las pandillas, como la pobreza, la falta de educación y el desempleo. La fundación del pastor Moody es un ejemplo.
La reintegración social, no obstante, es compleja porque las sociedades heridas por el crimen desconfían de quien tuvo un pasado delictivo.
“Yo estoy feliz con que metan a (la cárcel a) cuanto marero exista sobre la Tierra y que en su puta vida vuelva a ver la luz del día”, dice una mujer que pidió el anonimato para no arriesgar su seguridad.
“Los mareros mataron a uno de mis hermanos. Mi cuñada y mis sobrinos tuvieron que huir. Si yo no tuviese visa, ahora que ya están en Estados Unidos, no podría verlos más. Mi mamá y mis hermanos nunca los van a volver a ver”.
Para encarar esta violencia histórica, tres presidentes salvadoreños han impuesto medidas de mano dura en las últimas dos décadas. Los dos previos a Bukele fracasaron a largo plazo.
“Nadie puede negar la crisis de seguridad pública en El Salvador ni que las pandillas han contribuido a ella”, dice Brenneman. “Pero la crisis es más grande que las pandillas”.
“Al enmarcar la crisis de los delitos violentos como un problema de la juventud temeraria y beligerante, los líderes salvadoreños han podido convertir a las pandillas en chivos expiatorios y desviar la atención de la desigualdad que impulsa a gran parte de la población hacia la violencia”, agrega.
La solución, entonces, no debería ser sólo punitiva. ¿Cuánto resuelve la encarcelación de pandilleros si la marginación aún acarrea niños sin padres y estómagos vacíos?
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“Vida Libre” sólo recibe a presos con buena conducta que están cerca de finalizar su condena y los pastores rinden informes periódicos a los juzgados. Su misión es brindar una transición adecuada para volver a casa, explica Allan Espinoza, director del programa.
Andy llegó en 2021 y piensa que el apoyo de los pastores ha sido una bendición.
“Quizá para la humanidad puedo tener una mala imagen, pero con mis actitudes, cambiando cada día, quizá puedo no ingresar a la sociedad pero sí demostrar que soy diferente”, dice con una sonrisa tímida.
El estigma de la prisión dificulta que un joven recién liberado retome sus estudios o encuentre empleo. Por eso “Vida Libre” ofrece talleres de agricultura, carpintería, pintura automotriz, serigrafía y panadería. Además imparte estudios bíblicos y académicos.
El programa no exige que los jóvenes sean creyentes, pero sí deben respetar una vida que se rige bajo valores cristianos. Todos se despiertan a las cinco de la mañana para asistir al culto y comen en grupo hasta que concluye la oración.
Romper las reglas tiene consecuencias y, para muchos, esa disciplina es inicialmente insoportable. Varios le dicen a Espinoza que se quieren ir, pero él les pide paciencia.
Algunos no hablan, sólo lloran. Lo que dejan atrás no es la prisión o la pandilla, sino una versión de sí mismos de la que no saben cómo desprenderse.
Para ayudarlos, los pastores ven más allá de los tatuajes.
“Para mí el joven que viene aquí no es pandillero”, dice Espinoza. “Esa palabra no se ocupa y al eliminarla, al no verlos como lo que decidieron ser, también se va borrando ese sentido de pertenencia a cierta pandilla”.
Y así, intenta guiarlos para reaprender la vida. “Llegar a eso es un proceso porque la pandilla los toma de edades muy pequeñas: siete, ocho, nueve años”.
“Quienes hemos tenido un núcleo familiar decente tenemos que ponernos en sus zapatos”, añade. “Aun cuando veamos a la pandilla como algo horrible, esa pandilla les hizo ver que era su familia”.
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La primera noche que Raúl pasó en el templo, el expandillero le preguntó al pastor Moz por qué el portón no tenía llave.
—¿No piensa usted que me puedo llevar algo?
—No. Si vos hacés algo, vas a cerrar una puerta que Dios te está abriendo. Mi corazón es corazón de padre para vos porque Dios te trajo a mí, pero si tú quieres quebrar todo por una mala acción, va a ser tu responsabilidad.
A esta charla le siguieron muchas más. Cuando el pastor compartía su comida con Raúl, el expandillero le contaba su vida. Y entonces Moz empezó a entender.
“El encierro es parte necesaria para sacar de circulación a alguien que está dañando a la sociedad, pero hay trasfondos sociales”, dice.
La pandilla es un fenómeno posguerra. Para que la MS y la 18 se afianzaran no sólo importó que Estados Unidos deportara criminales, sino que éstos llegaran a un país quebrado. La Guerra Civil dejó 75.000 muertos y 12.000 desaparecidos.
“El fenómeno de las pandillas encontró un cultivo”, dice el pastor. “Sectores sociales carentes de muchas cosas, muchos hogares destruidos, muchachos sin padres”.
Él, que como los pandilleros nació y creció en una comunidad marginada, sabe que la vulnerabilidad social se estigmatiza. “La gente piensa que todo mundo anda con un arma, que todos son delincuentes en una colonia como ésta”.
Por eso hay escuelas que no admiten alumnos de esos barrios. Bancos que niegan créditos a sus pobladores. Empleadores que los descartan para sus vacantes.
Los pandilleros deportados lo observaron, lo comprendieron y con ello vendieron una idea, explica Moz. “Ahora ya no vas a andar en el desamparo. Yo te voy a calzar, te voy a proteger. Vas a ser un muchacho respetado en la sociedad. Ahora vas a ser parte de una familia”.
Y así, la pandilla se convirtió en una madre siniestra que roba y mata para proteger a los suyos.
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“Me vine para acá porque me acompañé con otra persona similar a mi esposo, pero a él lo mataron los mismos de la pandilla. En 2016, empecé a ir a la iglesia y acepté a Jesús”.
“Luego que salió de prisión, esta persona que ahora es mi esposo, empezamos a hablar en la iglesia. Con el tiempo decidimos formalizar nuestra relación”.
“En 2022 empezaron los rumores y nos decían: ‘¿No les da miedo andar en la calle?’ Mi esposo está tatuado desde aquí (el cuello) hasta abajo, pero no se le ve porque se maquilla. La gente sí sabe, pero nos ha ayudado mucho”.
“Mi esposo venía de cumplir una condena de 80 años y el Señor (Dios) lo sacó. Lo detuvieron por homicidio”.
“Él me dice: ‘Si pudiera retroceder el tiempo, no hubiera hecho todo eso; no hubiera sido pandillero’”.
“Es bien curioso en lo que nos enfocamos. Si usted se fija en los comentarios cuando hay un detenido, dicen ‘métanlos presos’, pero no van a lo anterior. La mamá de él lo tiró a la calle a los nueve años y él se quedó a vivir en un bus destartalado. Ahí vivió tres años como indigente. Luego empezaron a suceder otras cosas. ¿Por qué? Porque no había nadie que le diera de comer”.
“Él no tuvo esa mano que le brindara apoyo y vino otra mano que lo agarró. Entonces, a veces, en vez de juzgar, deberíamos de ir hacia atrás. ¿Qué pasó con ese niño? ¿Qué fue de su niñez?”.
La persona que ofreció este testimonio pidió el anonimato para no arriesgar la seguridad de su familia.
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Cuando el pastor Moody recorre los caminos sin asfalto donde ha erigido casas de madera para las familias rotas que ha dejado el régimen que tanto orgullo brinda al presidente, él ofrece, sobre todo, abrazos.
Algunos niños que perdieron familiares por las pandillas o las detenciones recientes dicen que es como su papá.
Jennifer Johana, de 12 años, lo rodea como una koala mientras su madre Carolina Alvarado, de 29, cuenta que gracias a Moody su hija aceptó estudiar tras el encarcelamiento arbitrario de su marido.
“La iglesia es una base para ayudar a la gente”, dice el pastor. “La idea es que los jóvenes cambien el rumbo de la familia, que ayuden a la pobreza del país si tienen educación y trabajo”.
Erradicar a las pandillas tomará años, piensa Moody. Se ha cortado la mala hierba pero mientras sigan ocultas las raíces, subsistirá también el caldo de cultivo -la marginación- que las vio nacer.
La pandilla es como un virus que muta, opina el pastor Moz. Su origen no sólo se ataca en los templos o en las cárceles, sino caminando entre quienes el Estado descuidó.
Ambos mantienen tendidas las camas vacías de quienes Dios llevó alguna vez hasta su iglesia. Guardan la esperanza de volver a verlos, de recordarles que hay vida más allá de esa palabra infernal y punzante que en El Salvador se habita: la maldita pandilla.
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