Comunidad minera evoluciona en un Ártico que se calienta
LONGYEARBYEN, Noruega (AP) — El resplandor cálido de las luces de Svalbard Kirke brilla en la ladera de una montaña cubierta de nieve desde donde una iglesia se erige como un faro sobre este remoto pueblo del Ártico noruego, envuelto en la oscuridad constante de la noche polar.
Un siglo después de su fundación para atender a los mineros del carbón que se asentaron en Longyearbyen, la casa de fe luterana permanece abierta las 24 horas del día, los 7 días de la semana, y sirve como un punto de reunión crucial para una comunidad que navega por un cambio drástico en su identidad.
Se había programado que la última mina de carbón noruega en Svalbard —un archipiélago que es uno de los lugares que más rápido se calienta en el mundo—cerrara este año, pero obtuvo un indulto hasta 2025, sólo debido a la crisis energética provocada por la guerra en Ucrania.
Para la única pastora que ministra en este entorno frágil y absolutamente hermoso, el desafío es cumplir la misión histórica de la iglesia de asistir a quienes están en crisis mientras aborda un desafío contemporáneo apremiante y divisivo.
“Oramos cada domingo por todos los afectados por el cambio climático”, explica la reverenda Siv Limstrand. “También tenemos un papel que desempeñar como iglesia cuando se trata de pensar teológicamente sobre lo que le estamos haciendo a la creación”.
En una tierra sin árboles rodeada de glaciares, montañas y fiordos profundos, Longyearbyen es una ciudad de paradojas a plena vista.
Las aguas abiertas del mar que se calienta rápidamente acarician los viejos transportadores de las minas de carbón. Los turistas vienen en aviones nada amigables con el medio ambiente en busca de una naturaleza prístina que sólo pueden explorar con guías armados en caso de toparse con osos polares.
Justo debajo de donde se construyó la primera mina, la iglesia Svalbard Kirke atrae a su salón calentado por una chimenea que se abre al santuario. Siempre hay disponible una taza de café o libros de himnos en varios idiomas, siempre y cuando los visitantes se quiten los zapatos en la entrada, como solían hacer los mineros con sus botas cubiertas de hollín.
“No tienes que ser muy religioso. Hay lugar para todos”, afirma Leonard Snoeks, cuya hija canta en el Polargospel —el coro de niños de la iglesia— y cuya esposa trabaja en la transición de la ciudad a la energía renovable.
Se espera que el cambio este año en la forma de producir electricidad en la planta —de carbón a diésel y que motivó la decisión original de cerrar la mina— reduzca a la mitad las emisiones de dióxido de carbono, incluso mientras continúa la búsqueda de alternativas más limpias a largo plazo, declara Torbjørn Grøtte, líder del proyecto de transición energética de Longyearbyen.
A medida que el cambio se precipita más rápido que los bancos de nieve formados por el viento que cubren los pocos kilómetros de caminos pavimentados de Longyearbyen, el papel de ancla que juega la iglesia parece destinado a ser la única constante.
Atrae a mineros que han asistido a funerales de colegas que murieron en el trabajo a lo largo de décadas, así como a científicos recién llegados y trabajadores del sector turístico que buscan integrarse a la comunidad cada vez más diversa y donde la gente ahora tiende a quedarse sólo un par de años.
Store Norske, la empresa noruega que todavía opera la mina restante, construyó la primera iglesia en 1921 en Longyearbyen, que se traduce como “la ciudad de Longyear”, el apellido del estadounidense que estableció la primera operación minera aquí.
Durante décadas, las dos autoridades supremas del pueblo fueron el ejecutivo de la mina y el pastor de la iglesia, dicen quienes han vivido allí desde hace mucho tiempo.
El primer pastor también era el maestro en el pueblo de la empresa que durante la mayor parte del siglo XX estuvo habitado por mineros solteros y las familias de los ejecutivos mineros. Fuera de los límites del pueblo, algunos continuaron la caza con trampas, una larga tradición en estas islas cubiertas de glaciares.
Los mineros y sus familias también eran parte de los pueblos rusos en Svalbard. En el que sobrevive, Barentsburg, el carbón todavía se extrae gracias a un tratado internacional de un siglo de antigüedad que otorga derechos a todos los países signatarios. Las relaciones con Longyearbyen, que se habían normalizado después del final de la Guerra Fría —con los mineros intercambiando visitas en bote y motonieve—, se han tensado nuevamente por la invasión de Rusia a Ucrania hace casi un año.
Trond Johansen tenía 17 años cuando llegó a Longyearbyen en 1971 en un avión fletado por la empresa minera que aterrizó en un campo de hielo. El aeropuerto se construiría unos años después.
Mientras bebe café negro una mañana de mediados de enero en la elegante cafetería de la ciudad que ofrece ropa tejida y chocolates artesanales, el minero jubilado recuerda cuando el entretenimiento principal ocurría en la iglesia.
Antes de los televisores —y no se diga cualquier cosa como el lujoso cine que pronto se inauguró en la nueva galería de arte del pueblo—, Johansen y sus compañeros mineros se reunían los miércoles para ver videocasetes de cuatro semanas atrás en los que se habían grabado los noticiarios del continente. Ellos se saltaban el pronóstico del tiempo, agrega Johansen con una sonrisa.
“Era un lugar fantástico para crecer, probablemente más libre que muchos otros sitios, y tenías la naturaleza salvaje y la emoción de los osos polares merodeando alrededor”, relata Bent Jakobsen, quien nació en Svalbard y trabaja en la mina de carbón noruega, como su padre y sus hermanos antes que él.
Pero hoy bromea que el cierre de la mina lo convertirá en una especie en peligro de extinción al igual que el emblemático mamífero depredador del Ártico.
“Podrían disecarme y ponerme en un museo, a mí y al oso polar”, agrega Jakobsen.
El entorno natural de Svalbard ha cambiado rápidamente también. Ya no hay hielo en Isfjorden, que se traduce como “fiordo de hielo”, cuya capa de agua congelada de varios metros de espesor solía ser atravesada por osos polares en invierno hasta hace una decena de años.
“Todo, excepto la oscuridad, ha cambiado”, explica Kim Holmén, asesora especial del Instituto Polar Noruego, quien durante décadas ha investigado el clima en Svalbard. En esta latitud, solo la luna de enero brilla todo el día.
Barrido por la Corriente del Golfo —una corriente oceánica— y rodeado cada vez más por aguas abiertas, que aceleran el calentamiento, Svalbard se calienta más rápido que el resto del Ártico, según Holmén y datos del Instituto Meteorológico de Noruega.
En comparación con el período normal de 1961-1990, las temperaturas invernales de la última década fueron en promedio 7,3 grados Celsius (13,2 grados Fahrenheit) más cálidas. Ha pasado una decena de años desde que Svalbard registró -30 grados Celsius (-22 grados Fahrenheit), lo que ocurría regularmente hace décadas.
“Plantas, animales, aves. Todo el ecosistema está cambiando”, agrega Holmén, a medida que las especies adaptadas al frío luchan y otras nuevas llegan.
Lluvias invernales inusuales alteran la capa de nieve, lo que ha provocado más avalanchas, incluida una mortífera unos días antes de la Navidad de 2015 que arrasó el pueblo y mató a dos personas.
Uno de ellos era un amigo del entonces pastor de Svalbard Kirke, el reverendo Leif Magne Helgesen, quien ya trabajaba para crear conciencia sobre los cambios en la isla que él mismo constataba.
“Como pastor en Svalbard, eres el líder religioso más al norte del mundo. Eso te da un púlpito”, sostiene Helgesen.
“Hay tres desafíos éticos principales con los que debemos lidiar y tener una voz profética en la iglesia: la pobreza, el conflicto y el clima”, agrega. “Es hipócrita hablar sólo de la vida después de la muerte. También creemos firmemente en la vida en la tierra y en la vida de hoy”.
El pastor comenzó a incluir oraciones sobre el clima en los servicios de culto regulares. También trabajó con el entonces director musical de la iglesia, Espen Rotevatn, para crear arreglos vocales e instrumentales para una misa sobre el cambio climático, incluso un rito de penitencia para piano con notas profundas e inquietantes y pasajes alegres inspirados en el blues.
“Algunas letras son oscuras, pero gran parte de ellas están llenas de esperanza”, aclara Rotevatn. Él ha presionado para que la mina cierre, algo que, acota, era una causa muy impopular hace apenas unos años.
Desde una perspectiva cristiana, algunos podrían argumentar que Dios puede arreglarlo todo, pero Rotevatn comparte un punto de vista diferente que cree que es más común en las iglesias de Noruega.
“Tenemos la responsabilidad de la Tierra que se nos ha dado, de (no) destruirla, que es lo que podríamos estar haciendo ahora”, explica.
Rotevatn es ahora el director de Svalbard Folkehøgskole, una institución de educación superior alternativa en Longyearbyen que espera que funcione de la manera más “verde” posible, incluso con paneles solares. Durante varios meses en primavera y verano, el sol nunca se pone en Svalbard, así como nunca sale en invierno.
En esa oscuridad constante, mantener una luz encendida se convierte en más que una metáfora para Svalbard Kirke.
“La apertura física y la accesibilidad para mí no sólo simbolizan, sino que también son… un ideal de lo que debe ser una iglesia”, afirma Limstrand, quien se convirtió en pastora aquí en 2019, casi 30 años después de su ordenación. “La gente puede venir completamente bajo sus propios términos”.
Entre una veintena de feligreses en una misa de domingo por la tarde a mediados de enero se encontraba una familia hindú del estado indio de Uttar Pradesh: dos científicos y su hija de 18 meses, a quien llamaron Svalbie por el archipiélago.
“Dios es Dios, no importa en qué religión. Nos sentimos bien, en paz y tranquilos, parecido a como nos sentimos cuando vamos al templo”, explica la química ambiental Neelu Singh.
Ella y Svalbie comenzaron a asistir a la iglesia para la “hora de canto para bebés” semanal. Con el acompañamiento del piano de la iglesia, los padres nuevos le cantan a sus bebés en círculo antes de compartir el almuerzo con la pastora y el personal de la iglesia.
“Te sientes conectado con la comunidad y tienes la oportunidad de socializar”, afirma Singh, quien cree que la suya era la única familia india en Longyearbyen cuando se mudaron aquí hace cuatro años.
Lo que la pastora Limstrand llama “hospitalidad espiritual” también se extiende hacia el exterior de la iglesia de tablones de madera rojos.
Antes de la pandemia, ella recibía visitas periódicas de sacerdotes católicos y ortodoxos para ministrar a sus congregaciones, incluidos polacos en estaciones de investigación remotas, rusos y ucranianos en Barentsburg, y algunos trabajadores filipinos en el único supermercado de la ciudad quienes recientemente recordaron con alegría esos momentos.
La propia pastora viaja para celebrar servicios fuera de la iglesia, incluso una vez en Green Dog, un puesto para trineos tirados por perros en un amplio valle a casi 10 kilómetros de Longyearbyen.
“¿A cuántos sacerdotes les puedes pedir que vengan a un patio de perros a -11 (grados Celsius, 12 grados Fahrenheit) para bautizar a dos niños?”, pregunta su madre, Karina Bernlow, quien dirige Green Dog con su esposo y que llegó a Svalbard hace 11 años tras una temporada en Groenlandia.
En este tiempo, Bernlow ya ha visto a Longyearbyen transformarse de una comunidad donde familias mineras vivieron durante generaciones y extendieron una cálida bienvenida a los forasteros, a una mezcla de trabajadores temporales que casi nunca se reúnen fuera de sus trabajos. “Un lugar sin historia, en eso se está convirtiendo. Puedo ver cómo está desapareciendo”, prosigue mientras el viento —y los perros— aullaban fuera de una cabaña de troncos cerca de su jardín. Luces brillantes marcaban la entrada a la última mina operada por Noruega en la ladera opuesta de la montaña.
“La iglesia construye puentes. Un lugar como este, con tantas nacionalidades, es realmente importante tenerlo”, agrega. “No voy a la iglesia muy a menudo, pero sé que está allí si la necesito”.
Ese es exactamente el tipo de iglesia que Limstrand quiere fomentar para servir a esta comunidad cambiante.
Aquí, las personas se sienten como en casa cuando vienen a adorar junto al altar lleno de rosas, porque ya han asistido a un concierto, a una reunión comunitaria o a la hora del café del martes por la noche, cuando los waffles recién hechos en la plancha se cubren con brunost: el queso tradicional noruego con sabor a caramelo.
“No es la iglesia de la pastora, no es el templo de la Iglesia, no es el templo del consejo de la iglesia, sino que es nuestra iglesia”, añade Limstrand. “Es algo que se comparte, no es algo que se protege”.
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