El legado ancestral de Rapa Nui se mantiene vivo en sus moai

El legado ancestral de Rapa Nui se mantiene vivo en sus moai
El sol sale detrás de una hilera de moais en Ahu Tongariki, Rapa Nui o Isla de Pascua, Chile, el sábado 26 de noviembre de 2022. Cada estatua monolítica tallada hace siglos por el pueblo rapanui de esta remota isla del Pacífico representa un antepasado. (Foto AP/Esteban Félix)

RAPA NUI, Chile (AP) — Al primer vistazo, el volcán Raro Raraku parece el de siempre. Lo cubre un sol que asalta desde un cielo sin nubes y se siente ardiente sobre el rostro.

Sobre su ladera los moai de Rapa Nui duermen. Son casi 400 estatuas monolíticas bajo el abrazo del pasto y la roca. Algunos están enterrados del cuello hacia abajo. Parecen cabezas plomizas que espían desde el centro de la Tierra. Otros están semicubiertos, con el tronco al aire y el rostro hacia la isla.

Toma unos minutos percibir que hay un aroma inusual. Algo se quema dentro del cráter y el olor a humo viaja a metros de distancia.

El incendio se ha mantenido vivo durante semanas. Desde que se desató el 4 de octubre, los bomberos se han adentrado con frecuencia al corazón del Rano Raraku para sofocarlo, pero la totora llega a tal profundidad que la humareda revive. La vegetación aledaña no ayuda.

“Mira esto. Es como petróleo”, dice Jean Pakarati, directora consejera de la comunidad indígena de Ma’u Henua, encargada de administrar la zona, mientras levanta un puño de pasto con textura de felpa.

Dentro del cráter el paisaje es otro. Hay focos de humo. Ramas quemadas. Terreno raso. Algunos moai no se ven grisáceos, sino negros.

Hasta ahora pareciera que el fuego rozó a un centenar de ellos, pero aún falta evaluar los daños. La UNESCO destinará 96.000 dólares al diagnóstico y planes de reparación.

Para quien es extranjero en este territorio polinésico que desde hace más de un siglo pertenece a Chile, y que también es conocido como Isla de Pascua, ésta es una tragedia arqueológica. Para el rapanui, en cambio, es una herida profunda.

Aquí el moai es el recuerdo de quien alguna vez fue piel y hueso. Palabra y música. Protector y ancestro.

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Piensa que estás frente a un mapa de Oceanía. Haz un acercamiento en medio del Pacífico y encontrarás a Rapa Nui, un diminuto triángulo verde rotado hacia su izquierda.

La isla es tan pequeña que basta un día en auto para bordear las tres caras que dan al mar.

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Una carcajada explota dentro del salón cuando el profe Konturi Atán despega su plumón azul del pizarrón. Más que un moai, su dibujo parece una pieza de ajedrez.

El historiador de 36 años ríe con sus alumnos de séptimo grado. Minutos atrás escribió el objetivo de la clase: “Relacionar las primeras civilizaciones con Rapa Nui y sus características”.

—¿En la isla hubo grandes edificios, como los egipcios?

—¡No!

—Correcto, pero sí grandes lugares sagrados, los ahu. ¿Y aquí hubo invención de un Estado?

—¡No!

—No, pero sí llegó el rey Hotu Matúa. ¿Y a los moai dónde los colocarían? ¿En política? ¿En religión? Es complejo, ¿no?

En el colegio Eugenio Eyraud, el profe Konturi vincula el programa educativo con Rapa Nui. En 2021 relacionó su cátedra con el mar cercano a la isla y sus alumnos fueron premiados en un concurso oceanográfico. Otro año se volcó a la conexión con la tierra. Cuando llega el turno a los moai, viaja con sus chicos hasta alguna de las plataformas ceremoniales --como el Ahu Tongariki-- y juntos observan las estatuas.

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Piensa que tu auto avanza junto a la costa y de pronto ves una inmensa base rectangular de piedra: un ahu o plataforma ceremonial. Es tan alta como el primer piso de una grada. Tiene varios metros de largo y, sobre la superficie plana, un moai.

Un ahu siempre está cerca del agua. El moai siempre da la espalda al mar.

“Donde hay agua hay gente. Donde hay gente hay comunidad. Donde hay comunidad hay un ahu y donde hay un ahu hay un moai”, explica el profe Konturi Atán.

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Una clase de historia convencional iría más o menos así:

Entre tres millones y 750.000 años atrás, tres erupciones volcánicas formaron esta isla a la que hoy solo se puede acceder con un vuelo de seis horas desde Santiago, la capital chilena.

Sus primeros habitantes fueron navegantes de la Polinesia Central que encontraron palmeras, plantas comestibles, aves y animales marinos. Paulatinamente gestaron su propia cultura. Entre el año 1.000 y 1.600 esculpieron inmensas estatuas de piedra —los moai— como un culto a sus antepasados.

En el siglo XVII llegaron los primeros europeos y casi 100 años después los misioneros. La religiosidad rapanui empezó a entrelazarse con el cristianismo.

Tras el arribo de expediciones peruanas, miles fueron secuestrados y esclavizados en América.

En 1888, Chile anexó la isla a su territorio y la arrendó a una compañía ovejera. Apenas a mediados del siglo XX los isleños empezaron a recuperar su autonomía.

Este resumen escueto es letra parca. Deja fuera la historia completa porque lo que se sabe es unilateral: es un registro extranjero.

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Piensa que observas una tablilla de madera alargada con signos y símbolos que quizá se grabaron a punta de obsidiana: un tipo de escritura inventado en Rapa Nui que se llamó rongo rongo.

Los únicos sabios capaces de leerla murieron subyugados en América. A la fecha nadie ha logrado descifrarla y las tablillas que la contienen están en museos foráneos.

La memoria de Rapa Nui no se escribe. Se narra de abuelos a nietos. Se baila en el hoko, una danza de guerra. Se siente en el pecho cuando tu profe de historia te lleva al ahu que guarda los huesos de tus antepasados.

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Frente a ramas de totora que humean dentro del cráter del Rano Raraku, Jean Pakarati responde muy seria.

“La importancia de lo que ves aquí es que es parte de nuestra vida. Por eso es tan importante todo lo que vaya a afectar a la arqueología, como la llaman ustedes, pero para nosotros es parte de nosotros”.

La representante de Ma’u Henua lleva una flor blanca sobre la oreja derecha. El cabello negro está recogido detrás de la cabeza.

En Rapa Nui no hay nada que la comunidad no atesore. Todo se aprehende a través del habla y se entreteje con la vida.

“En la isla cada una de las piedras tiene un nombre. Tú vas por la costa, con un adulto mayor, y cada una de las rocas tiene un nombre, tiene su importancia”.

En el habla hay un universo para los extranjeros y otro para los dueños de esta tierra que no rebasa los 8.000 habitantes. El turista marca en su mapa “Rano Raraku”, pero para Jean Pakarati el nombre es “Ma’uŋa Eo”.

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Piensa que no estás frente a una roca gigantesca. Lo que fotografías no es una pieza de museo, sino un ancestro.

El hombre detrás de todo moai tuvo dos vidas, una entre los vivos y otra desde el mundo de los muertos. Quizá fue el padre de un padre cuya descendencia todavía lleva su huella por la isla. Quizá fue un abuelo, hermano o Ariki, el jefe de su clan.

Cuando un rapanui importante moría, su espíritu tenía la posibilidad de renacer de las manos de un artesano que tallaría un moai a su semejanza. Por eso no existe uno igual a otro y todos se llaman distinto. “En la isla cada una de las piedras tiene un nombre”.

Aunque el territorio se dividía según sus clanes, todos los moai se tallaron en el Rano Raraku.

Poco a poco, de la superficie de la ladera, un rostro empezaba a cobrar forma en la piedra. Le seguía el torso, las manos, las piernas. Luego los costados y al final la espalda.

Lentamente, el tallado desprendía al moai de su volcán. Aún hay enigmas sobre el proceso, pero se sabe que al ponerlo en pie su parte baja se enterraba para estabilizarlo, detallar las orejas y el dorso.

El modo de desplazarlos hasta sus ahu no está claro pero se cree que se movían de pie, arrastrándolos con pequeños giros de izquierda a derecha como se haría con un refrigerador.

Los moai caminaban, cuentan algunos en Rapa Nui.

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A las dos de la madrugada, cuando el fuego del 4 de octubre se apagó, no había bomberos sobre un cráter que ardía, sino rapanuis.

Eran ellos contra las llamas, contra el descuido que permitió que el infierno avanzara hasta sus moai.

Usaron palas, rocas, su coraje. Cortaron árboles y ramas.

Fueron 254 hectáreas de quema, explica Jean Pakarati. No comenzó en este sitio, sino en un sector ganadero, pero el viento cambió su rumbo y lo llevó al volcán.

“Familia, amigos y rapanui llegaron a apagar el fuego a pesar de que no se puede combatir un incendio en la noche”, dice la representante de Ma’u Henua. “¿Qué le vas a decir a la gente cuando está con esa angustia, cuando le dicen que su volcán, donde se construyen los moai, se está quemando?”.

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Piensa que tu auto te lleva hasta una playa de arena blanquecina y aguas transparentes donde se puede nadar a espaldas de un ahu con siete moai.

Lo que hoy es un atractivo turístico alguna vez fue el sitio de desembarco de un rey.

Hotu Matua llegó a Anakena hace unos 1.000 años desde la isla de Hiva junto a su hermana y su comitiva después de soñar que su tierra sería destruida. Necesitaba un sitio nuevo para refundar su pueblo y ese sitio fue Rapa Nui.

Hotu Matua seccionó la isla. Se formaron clanes. Sus descendientes siguen aquí.

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—¿Qué sintió cuando se enteró del incendio?

—Ay, me puse a llorar... Fue como que me quemaron a mis abuelos.

Carlos Edmunds tiene las manos gruesas y rugosas del hombre que trabaja. Un acordeón de arrugas junto a los ojos ligeramente claros. El pelo blanco que uno esperaría ver en el presidente del consejo de ancianos.

Su habla es como una canción antigua en su español imperfecto. Su lengua materna es el rapanui, lo único que conoció hasta que cumplió 18 y viajó a América para estudiar.

Sus antepasados nacieron en Anakena y el consejo que preside aglutina a los jefes de las tribus que se formaron desde el primer emplazamiento humano. Entre otras cosas, su trabajo implica defender la autonomía isleña: impedir que la tierra se venda a extranjeros, impulsar que ciertas regiones sean reguladas por rapanuis y que los turistas prueben que tras una visita no se quedarán a vivir aquí.

Su jardín está cubierto de hojarasca y sirve de campo de juego a un pastor alemán cojo y cariñoso que se llama Hachi. Bien podría ubicarse en Anakena, pero la casa de Carlos Edmunds está en Hanga Roa, que hoy concentra a la mayor parte de la población.

“Todavía estamos encerrados aquí”, dice el rapanui de 69 años.

Los extranjeros que arrendaron la isla despojaron a sus antepasados del sitio que los vio nacer, pero la protección de sus ancestros no lo abandona. “Para nosotros los espíritus siguen viviendo”.

Con la naturalidad de quien confiesa que guarda chocolates en la alacena, Carlos Edmunds sonríe y dice que tiene un pequeño moai dentro de su casa. Señalando su cuello, donde los católicos suelen llevar una cruz, dice: “Yo no me puedo colgar un moai porque es muy pesado, pero tengo moai ahí adentro. De piedra, de madera, esas figuras me protegen”.

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Piensa que no tienes un libro para registrar la historia de tu pueblo. ¿Qué haces? La escribes en el mundo. Transformas el recuerdo colectivo en costumbres que repetirán tus hijos y los hijos de sus hijos.

La mano del pescador que lanza un anzuelo lleva la sabiduría de sus antepasados. El peinado de las mujeres es un símil del pukao, un moño de piedra rojiza que se colocó sobre la cabeza de los moai en su periodo de esplendor. El tatuaje de un bailarín del Tapati —festividad anual que buscar preservar el legado rapanui— puede trazar la leyenda de un clan.

Aquí la historia no está en las bibliotecas sino en el cuerpo. “Ustedes escriben libros, nosotros escribimos música. Ésos son nuestros libros”, dice Jean Pakarati.

“Para ustedes es ‘me muevo por allá y me muevo para acá’, pero no están entendiendo cuál es la finalidad”, sigue. “Para mí toda esa música que voy a bailar es una expresión y esa expresión es historia. Es la manera en que puedo aprender mi historia y enseñarla”.

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Los pies descalzos de Itapúa Ika sortean un foso humeante como una rana intrépida. Son las tres de la tarde y el chef de 15 años debe darse prisa. En cinco horas llegarán los turistas.

En la excavación rectangular sobre el suelo arden piedras volcánicas y madera. Falta colocar la carne, cubrirla con hojas de plátano y esperar la cocción. Por la noche repartirá el guiso entre 30 personas a las que les explicará el significado de este umu o curanto.

El local se llama Te Ra’ai y lo administra la madre de Itapúa, Roziemeire De Arruda, una brasileña que se casó con un rapanui y ahora vive en la isla.

En 18 años recibió hasta 120 extranjeros por jornada, pero de marzo de 2020 hasta agosto de este año no llegó ni uno. Para proteger a todos del COVID-19, el alcalde ordenó cerrar la isla, cuya economía depende en 80% del turismo. La comunidad sobrevivió porque todos se apoyaron entre sí.

“Hay diferentes tipos de umu”, explica la mujer de 52 años. “Se hace cuando alguien nace. Cuando alguien muere. Cuando alguien se casa”.

Umu tahu para augurar buenas vibras. Umu hatu para despedir.

“Cuando se prepara se hace con sentimiento”, añade Roziemeire. “En el umu participan los ancestros. Con el vapor se alimentan”.

Días atrás, el aeropuerto estrenó una nueva banda de equipaje. Para bendecirlo, Roziemeire preparó un umu tahu.

El extranjero no lo sabe, pero cuando arrastra su maleta adentrándose en la isla, ya lleva consigo el cobijo ancestral.

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Piensa que si dejas Rapa Nui no habrá nada frente a ti más que mar. Tahití está a 4.200 kilómetros. Hawái a más de 7.000.

Aquí no hay valles. Nada protege al suelo de la erosión. No hay oro ni plata. Poco es lo que se puede cultivar.

Para enfrentar este entorno de aislamiento y precariedad, el rapanui aprendió a tender la mano a su hermano. Sólo si todos sobreviven es posible avanzar.

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Con su voz profunda de violoncelo, el alcalde Pedro Edmunds guía a su comunidad como si fuera el murmullo de un Ariki del pasado.

Él no es un alcalde como otros. Antes de pavimentar una calle, colocar señalamientos o montar iluminación debe consultar a los antepasados.

“Incorporar maquinaria pesada sobre un territorio ancestral es una violación al espíritu protector del lugar”, asegura. “Nosotros lo llamamos Aku-Aku”.

Aquí no se mueve una roca sin convocar a vivos y a muertos. Hay asuntos cotidianos para los que basta un umu, pero ante una situación extrema —digamos, una pandemia— falta algo más.

“Tuvimos que llamar a los ancestros y desempolvar códigos ancestrales”, dice como si guardara la sabiduría milenaria en un cajón de su escritorio color ámbar.

Uno de esos códigos fue “umanga”.

Expliquémoslo así: tu familia tiene hambre y tú no sabes pescar. Un hermano rapanui, entonces, te enseñará cómo pedir pescado al mar y una vez que domines el oficio lo legarás a alguien más.

“Es bellísimo porque quienes están empoderados con el conocimiento lo aportan a los que no lo tienen y juntos se multiplica”. No es para uno, sino para todos. Nunca en singular, sino en plural.

“Es una sociedad que se formó colectivamente”, explica el alcalde. “Los mismos rapanui nos hemos encargado de cuidarla. Perdimos el cuidado cuando el Estado se incorporó y aplicó reglas nacionales extranjeras sobre códigos ancestrales”.

Pedro Edmunds ha sido el líder que más tiempo ha permanecido en el cargo: 25 años. Le inquieta lo que podría ocurrir cuando deje el puesto, pero por ahora está satisfecho.

“Nuestras hijas e hijos no han perdido la esencia de ser rapanui y eso es garantía de que esta cultura tiene garantizado su futuro. Es una sociedad respetuosa de su entorno, tremendamente celosa de su cultura”.

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Para ti, ¿qué significa ser rapanui?

—Es la intensidad con la que tratamos de conservar nuestra lengua, nuestra cultura y lo que nuestros ancestros nos han legado.

—Es lo que podemos entregar a la generación que sigue.

—Es ser de una isla con una historia de cómo nosotros venimos creciendo, de cómo sufrió mi padre, mi madre.

—Es una lucha constante de nosotros como isla, de poder mantenernos a flote día con día. Eso es lo que nos hace diferentes al resto.

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Piensa que el pasado ha enseñado al rapanui a desconfiar del extranjero.

La gentileza de algunos se desbordará con su sonrisa y te abrirán la puerta de su casa para mostrarte cómo usan la corteza de un árbol para crear papel artesanal que puede ofrecerse en el mercado a los turistas.

Otros marcarán una línea, incluso con el idioma: Armando Tuki Tuki, presidente de Ma’u Henua, no habla con la prensa más que en rapanui.

“Lo importante es no contar todo lo espiritual de nosotros”, dice Jean Pakarati. “Es como si yo te preguntara qué haces en tu casa con tu familia. Hay cosas que son para nosotros, sectores que no son para el turismo, son para el rapanui”.

También hay secretos que sólo pertenecen a la comunidad.

¿Quién provocó el incendio? ¿Por qué no se le ha castigado? Se sabe y no se sabe. Hay un nombre, sí, pero nadie se atreve a mencionarlo. No habrá castigo porque para eso alguien tendría que haber presentado una denuncia, pruebas o testigos, y eso nunca lo hará un rapanui.

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“En 2023 cumplo ocho años viviendo en Rapa Nui. El periodo de adaptación provocó que se perdiera lo mágico que uno ve al ser turista. Acá la vida tiene otro ritmo. Integrarse es difícil para los continentales, ya que hay una discriminación súper marcada frente a los chilenos".

“Como en todos lados, hay de todas las personas. Hay rapas felices que uno aprenda su cultura, su lengua, sus bailes. Pero otra parte —quizás mayoría— te ven como que haces el ridículo y eso va matando el aprecio que uno pueda sentir por este territorio”.

"Pienso que nunca nos sentiremos parte de la comunidad. Acá nada es de nosotros. Sin embargo, tampoco es imposible. Hay personas que se han ganado el reconocimiento de los rapanui”.

Las fricciones entre los rapanui y los continentales —como llaman a los chilenos que vienen de América— ha sido histórica y es visible en la isla.

La persona que ofreció este testimonio aceptó compartirlo bajo la condición de que no se revelara su identidad para no arriesgar su seguridad.

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La metáfora de un rapanui roto que se reconstruye gracias a la fuerza de sus ancestros cobra vida en la piedra.

Debajo de los ahu hay pedazos de plataformas más antiguas. Escondidos bajo los pies de un moai podría estar el cuerpo fragmentado de otro que montó guardia antes que él.

Todo moai tenía una vida útil. No está claro cuándo terminaba, pero se sabe que sus restos podían usarse para erigir algo más.

Incluso las plataformas actuales son una reconstrucción. A partir del siglo XVIII los moai fueron derribados, quizá por factores ambientales o por desinterés. Un registro sugiere que en 1838 cayó el último titán.

El historiador rapanui Christian Moreno piensa que la fascinación que estas estatuas provocaron en los extranjeros contribuyó a que la isla recuperara un fragmento de su historia que había caído en el olvido.

“Nos gusta mucho decir que el mundo exterior trajo calamidades, pero también trajo cosas interesantes”, explica. “Cuando surge el interés del extranjero (los moai) ya no cumplían una función religiosa, política o económica. Estaban tumbados. No eran nada realmente especial y los rapanui no entendían por qué se maravillaban con ellos”.

El rapanui de entonces empezó a hurgar en el recuerdo colectivo. Habló con gente mayor, con gente joven, con todo el que tuviera algo que contar y su historia revivió.

“Entonces el rapanui vuelve a entender y a recuperar esta idea de que los moai representan ancestros que caminaron por esta misma tierra, que respiraron este mismo aire, que vieron este mismo mar”.

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Después de un tiempo, si eres paciente, Rapa Nui te enseñará a leer a sus moai.

Si su tamaño es pequeño y sus facciones toscas, estarás ante un ancestro de tiempos remotos. Mientras más grande sea su cuerpo y más fino su tallado, más cerca habrá estado del periodo de esplendor.

Su último hogar, su posición y sus ojos también te dirán si duerme o si despertó.

El moai que vive es aquel que dejó su volcán y alcanzó un sitio en su ahu. Mira hacia la isla y no hacia el océano porque es él y no su tribu quien absorbe el peligro exterior. En su rostro hay cuencas talladas porque un día tuvo ojos de coral blanco que trajeron de vuelta al espíritu del ancestro fallecido desde el mar.

“Mientras los rapanui puedan voltear y ver que todavía están ahí los moai, estará todo bien”, dice Cristian Moreno. “Estarán seguros porque estarán sus ancestros observándolos, protegiéndolos”.

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En Rapa Nui cada una de las piedras tiene un nombre.

Moai Ahu Vai Uri.

Moai Ko Te Riku.

Moai Tuturi.

Ninguno es sólo nombre, sino genealogía. No es sólo ancestro, sino el pueblo que lo amó.

“El rapanui es un idioma de pocas letras, pero una palabra te puede dar una profundidad de la vida increíble”, dice el alcalde Pedro Edmunds con su timbre de dragón. Son sólo 15 caracteres, pero en ellos coexiste la metáfora, la parábola y la filosofía.

En Rapa Nui el habla se habita. Es un acto espiritual. Un nombre contiene lo que eres, lo que haces, lo que quieres.

“Muchas veces he preguntado a otras nacionalidades: ¿tú quién eres? Y me dan su nombre”, dice Jean Pakarati.

“Cuando a mí me preguntan, yo les digo: yo soy rapanui”.

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