Australia deja de ser modelo a seguir en lucha contra COVID
SYDNEY (AP) — Igual que millones de residentes de Melbourne que participaron en uno de los confinamientos más rigurosos del planeta, Ray Thomas estuvo 262 días encerrado en su casa en plena pandemia del coronavirus. Padre soltero con dos hijos, se las ingenió para pagar las cuentas durante ese tiempo.
Hasta que en octubre comenzaron a levantarse algunas de las restricciones y el espíritu de Thomas. Su empresa organizadora de espectáculos y eventos reanudó sus actividades al reabrirse bares y nightclubs.
Pero entonces, llegó el ómicron.
Esta variante del coronavirus está causando estragos en Australia a pesar de sus altas tasas de vacunación y de estrictas restricciones al ingreso de extranjeros, que mantuvieron al país prácticamente aislado del resto del mundo durante casi dos años. Esas medidas, que hicieron que Australia fuese una utopía casi sin contagios de COVID-19 al comienzo de la pandemia, están siendo reevaluadas en momentos en que el país trata de deportar al tenista Novak Djokovic en la antesala del Abierto Australiano por negarse a vacunarse.
Australianos cansados de los encierros se preguntan por qué su país, que en teoría hizo todo lo que había que hacer para contener la propagación del virus, enfrenta una fuerte ola de infecciones.
“Te dicen, ‘quédate en tu casa, no puedes ir más allá del buzón después de las ocho de la noche, durante días y meses’. Y después se vienen con que ‘hay que redoblar el esfuerzo’”, se quejó Thomas, cuya empresa, Anthem Entertainment, viene sufriendo pérdidas desde hace 23 meses. “Otra vez con todo esto. ¡Otra vez!”.
Oficialmente, hay más de 600.000 contagios activos entre los 26 millones de habitantes de Australia, aunque los expertos creen que la cifra es mucho más alta. El brote, según dos expertos, obedece a dos motivos: Los políticos no quisieron renegar de sus promesas, hechas antes de la llegada del ómicron, de relajar las restricciones, como la orden de usar tapabocas, y la nueva variante resultó increíblemente contagiosa.
Tras la llegada de la nueva variante, el gobierno de Nueva Gales del Sur, el estado más poblado de Australia, volvió a ordenar el uso de barbijos. Pero para entonces, ya era demasiado tarde.
Si bien las hospitalizaciones y las muertes se mantienen relativamente bajas, las vacunas no han frenado los contagios. Por otro lado, el programa de vacunaciones, por el cual el 80% de la población ha recibido al menos una dosis, comenzó después que en otras naciones occidentales, por lo que hay mucha gente que todavía no puede recibir la tercera dosis.
“Las vacunas solo no bastan”, dice el epidemiólogo Adrian Esterman, director de bioestadísticas y epidemiología de la Universidad del Sur de Australia. “Estábamos haciendo las cosas muy bien, hasta que Nueva Gales del Sur decidió que no quería más confinamientos”.
Esterman pide a los políticos que hagan obligatorio el uso de barbijos y el distanciamiento social, y que mejoren la ventilación de las escuelas. Los niños se apresan a volver a clases tras al verano austral.
Recién este mes se aprobó la vacunación de chicos de cinco a 11 años de edad.
“No tenemos suficientes vacunas para los niños”, dice Esterman, quien en el pasado trabajó para la Organización Mundial de la Salud. “Sabemos lo que hay que hacer para que las escuelas sean seguras: Los primero es vacunar a alumnos y maestros, asegurarse de que la ventilación es buena y que los chicos usen tapabocas. ¿Lo estamos haciendo en Australia? No”.
Si bien las altas tasas de vacunación evitan una crisis mayor todavía en los hospitales, el presidente de la Asociación Médica de Australia Omar Khorshid dice que cuesta ver la situación por la que atraviesa el país después de haber sido ejemplo mundial de la lucha contra el COVID-19.
“Es frustrante ver cómo nuestra tasa de contagios por habitantes pasa a ser una de las más altas del mundo en sitios como Nueva Gales del Sur, cuando no hace mucho teníamos una de las más bajas”, se lamentó. “Es triste que la reapertura del país coincidiese al dedillo con la llegada del ómicron”.
En los últimos meses, el gobierno pasó de una política de “cero COVID” a una de que “hay que vivir con el virus”, generando confusión en la población.
“El ómicron cambió todo”, dijo el primer ministro Scott Morrison esta semana. “Mi gobierno quiere que Australia siga abierta y que salgamos delante de algún modo”.
Rodney Swan, residente de Sydney, cree que el gobierno no supo responder a tiempo y se asombra ante la cantidad de infecciones.
“Estas son cifras que se dan en Inglaterra”, afirma. “Tengo amigos en Londres, por que viví allí, y están asombrados de lo que pasa en Australia”.
La epidemióloga Nancy Baxter, directora de la Escuela de Población y Salud Global de la Universidad de Melbourne, dice que los políticos temen generar malestar si imponen nuevas restricciones. Pero acota que se podría contener las infecciones si el público tiene acceso a mascarillas N95 y pruebas rápidas gratis.
“Podríamos contener la ola, pero no hay voluntad política de hacerlo”, afirmó Baxter.
El ex comisionado de derechos humanos Chris Sidoti, que tiene dos nietos entrando y saliendo de hospitales tras contagiarse del COVID-19 dos semanas antes del inicio de la vacunación de menores, culpa al gobierno por la ola de ómicron.
Se pregunta por qué el gobierno no tenía suficientes pruebas rápidas antes de que el sistema de pruebas de PCR se viese abrumado. Y por qué el gobernante de Nueva Gales del Sur se negó a imponer restricciones como el uso de tapabocas en noviembre, cuando asomó la nueva variante, antes de que se iniciase la vacunación de menores y de que la mayoría de los adultos pudiesen recibir la tercera dosis.
“Hicimos todo mal desde el primer día porque nuestros políticos no aprenden y no se preparan”, manifestó Sidoti en una entrevista. “La gente no escucha porque no hay consistencia, no hay credibilidad y no hay respuestas”.