Fotógrafo que perdió pierna busca respuesta en Paralímpicos
La última vez que vi a Freddie de los Santos, su boca estaba destrozada. Le había arrancado los dientes la misma explosión que le hizo perder la pierna.
Y sin embargo, siempre sonreía.
Era el año 2009. A ambos nos atendieron en el Centro Médico Militar Nacional Walter Reed. Yo también había perdido una pierna en el sur de Afganistán. Pasamos meses juntos, el soldado y el fotógrafo. Él me hablaba de su agotamiento, sus traumas y sus pesadillas.
Una docena de años después, Freddie tiene una nueva vida. Es un deportista paralímpico, uno de varios soldados estadounidenses que sobrevivieron a lesiones horrendas en Irak y Afganistán para competir en los Juegos de Tokio. Y yo he reanudado mi carrera con una cámara, viajando por el mundo y contando historias.
A veces pienso que lo daría todo —el empleo de mi vida, los premios y el reconocimiento, incluso el Pulitzer que me otorgaron este año— sólo por volver a caminar con mis dos piernas. Pero me percato también del papel que mi discapacidad ha desempeñado para dar forma a quien soy actualmente.
Y me pregunto: ¿Puede la discapacidad darnos en realidad más de lo que nos quita?
Yo quería compartir estas reflexiones con esos soldados heridos en combate. Hablar, de un amputado a otro, sobre las capacidades que hemos adquirido pese a nuestras discapacidades. Y por lo tanto, crucé los Estados Unidos para hablar con cinco paralímpicos.
No he entablado el tipo de conversación íntima que buscaba con la triatleta Melissa Stockwell, ese tipo de charla que sólo podía darse entre dos personas a quienes les faltaba una pierna. Nos hemos conectado más como padres que tratan de hacer su mejor esfuerzo por criar a sus hijos.
Cuando el velocista Luis Puertas y yo hablamos de su vida antes de que un artefacto explosivo improvisado le arrancara las dos piernas en Irak, él ha preferido sepultar el pasado y mirar hacia los retos que la vida habrá de plantearle todavía.
“Me gusta ser yo mismo, quiero ser yo mismo”, me ha dicho una y otra vez.
El ciclista Tom Davis me aseguró que sus lesiones cambiaron su vida y la de su familia, para mejor. Es una mejor persona, un mejor marido y padre, todo después de la emboscada que le privó de su pierna.
No renunciaría a su nueva vida por la oportunidad de caminar otra vez, refirió.
Freddie de los Santos se siente diferente. Ahora, cuando sonríe, muestra una agradable hilera de dientes postizos. Tiene el físico de un atleta y se mueve con facilidad.
Pero afirma que se desharía de todas sus posesiones —su casa, su bicicleta de carreras, sus pinturas, el Tesla flamante que compró recién— para recuperar su pierna y dejar atrás los fantasmas de una guerra que lo siguen acosando día y noche.
A diferencia de otros, como yo, el nadador Brad Snyder no perdió una pierna sino la vista. Yo nunca antes había tomado fotos para una historia sobre una persona ciega, y decidí desactivar el modo silencioso de mi cámara, de modo que estuviera consciente de cada fotografía que tomaba con el “clic” del disparador.
Mis lentes enfocan las retinas de los sujetos. Brad no tiene retinas, así que, en tanto desactivé la función, la cámara solía enfocar los ojos de su perro guía Timber.
Brad me dijo que, antes de perder la vista, quería ser alguien anónimo en el mundo, como muchas otras personas, para conducir su motocicleta por la costa del Pacífico, huyendo de sus experiencias en Afganistán con destino a una vida y a un empleo normales.
Sin que él lo notara, apagué las luces de la cocina cuando estábamos sentados. Por unos momentos, Brad y yo estuvimos hablando juntos en la oscuridad de su mundo.
Pensé que todos nosotros éramos desafortunados. Pero también tenemos la bendición de haber recibido tratamientos que nos han permitido seguir con nuestras vidas.
Hay numerosos afganos, no se sabe cuántos, que sufrieron lesiones similares y no tuvieron tanta suerte.
Y pensé que sí, nos habría gustado tener vidas felices y anónimas. Pero por ese accidente del destino, nuestras vidas se voltearon de cabeza y quedamos en caminos diferentes para volvernos personas distintas.
Morimos ese día, aunque fuese por unos segundos y, en medio del caos de la guerra encontramos la paz y quizás incluso la felicidad en la muerte. Volvimos a vidas que no habíamos elegido, vidas con la discapacidad como nuestra compañera constante.
Cada uno de nosotros debe llegar a sus propias conclusiones. Pero yo contemplo mi vida y soy feliz.