El corazón del hombre
Más allá de la cerca hay un jardín extenso. El vecino suele regarlo cada tanto, con sumo cuidado y afecto. Un jardín verde y ocre que vibra al ritmo de una melodía extraña proveniente de un viento superior. Un vergel sin sombras, diseñado arquitectónicamente para que la luz del sol alcance cada rincón, incluso los que hay tras las raíces y tallos carentes de vida. Este jardín ilumina el corazón de su cuidador.
Este fragmento de mundo crece a un ritmo vertiginoso. Por debajo de las hojas se configuran otras hojas diminutas que asoman como furúnculos o pecas verdes. Por sobre los pistilos, cúmulos redondeados de polen, fragmentos de polvo y partículas que oscilan con un movimiento espontáneo.
El cuidador es consciente de que este cambio es imperceptible. Él mismo muta a un ritmo similar cada vez que presencia su obra. Puedo verlo en sus ojos, en su desplante, en su caminar dubitativo y contemplativo.
Desde aquí también observo el ritmo de su pasos, de su respiración y el pulso de corazón. Cuando coincidimos, le pregunto por el tiempo y las energías que deposita en su floral. Me dice que un hombre, desde que nace, debe comprimirse, a la vez que expandirse, encontrar su extensión interna tanto como la externa.
-Este jardín me mantiene vivo-, replica.
Desde mi ventana veo al hombre, día tras día, ejecutar su ritual. Estirar sus extremidades y auscultar meticulosamente el tejido de su siembra, la condición de su fuente, el tamaño de su núcleo. Una vez finalizado su rito, lleva la mano derecha hasta su pecho y extiende los cinco dedos sobre la zona del corazón. El cuidador respira, da media vuelta y se pierde en su fachada.
En los días lluviosos suelo sentarme sobre el marco de la ventaba y auscultar con paciencia la cadencia de la atmósfera aledaña. Observo el fenómeno, el movimiento violento pero minucioso de su trazo. Nunca lo veo salir en aquellos días. Su explicación es una bastante simple:
-No hay nada que pueda hacer o dejar de hacerse.
Desde hace más de dos meses que el hombre no asoma por su jardín. Espero con ansias su aparición rítmica, pero que más decir que solo el viento acompaña. Sin embargo, el jardín sigue intacto, sin cuidado aparente. Su crecimiento es sustancial, y hasta el contraste de sus tonos se incrementa.
Le veo cruzar el umbral de su morada, pero sus pasos desisten. El cuidador contempla a la distancia su césped, los árboles que él mismo ha plantado con sus vigorosas manos, el viento que configura el ritmo y la lluvia que cae de vez en cuando gobernándolo todo.
Asimismo, lo veo pasar tras los vanos de sus paredes, paseándose como un rey al interior de su castillo.
Un hombre desnudo vestido con el más fino de los ropajes ya no necesita nada, únicamente su corazón.
Éste es un músculo misterioso, jamás cesa, únicamente en la muerte, y hasta entonces marca el ritmo de la vida.
El corazón es el centro del hombre, y esto solemos olvidarlo, o lo damos por hecho, así como damos por hecho los huracanes, los terremotos, la hojas caducas y el crecimiento de lo ajeno.
Nada que se dé por descontado se mantiene por mucho tiempo en el terreno de los sentidos.
Es fundamental que recordemos que nada es de por sí, ni que los aviones se estrellan a diario ni que los árboles se queman por combustión espontánea, así como el corazón de un hombre no se detiene sin razón aparente, sino porque ha querido ceder su ritmo a otras melodías.