Coronavirus: Ante la tragedia, perdura la fe en la ciencia
PHOENIX (AP) — El aniversario del desastre del transbordador espacial Challenger en 1986 trajo los recuerdos de infancia de un periodista sobre la fatídica misión de la NASA, pues le hizo conectarlos con la pandemia actual. Cuando el transbordador estalló, sus compañeros de aula y él se quedaron sentados, anonadados e incapaces de procesar el cataclismo que vieron en el televisor. Leyendo los recuerdos de aquel día, se da cuenta ahora cuenta de que la pandemia de COVID-19 tiene una condición similar
Cuando esta semana leí sobre el 35to aniversario del desastre del transbordador espacial Challenger de 1986, me sentí transportado a la Escuela Secundaria Fifth Street en Bangor, Maine.
Yo estaba en octavo grado de primaria. Nuestra maestra puso un televisor en el aula para que pudiéramos ver el lanzamiento de la misión de la NASA, que iba a llevar a una educadora al espacio.
Estábamos en un aula modular —básicamente un remolque adaptado— conectado con el edificio principal por un pasillo, lo que nos dejaba aislados del resto de la escuela. Cuando el transbordador estalló, mis compañeros y yo nos quedamos sentados, anonadados e incapaces de procesar el cataclismo en la pantalla. Igual que sus pupilos, nuestra maestra estaba paralizada.
Leyendo los recuerdos de aquel día, me di cuenta de que la pandemia de COVID-19 tiene una condición similar.
He pasado meses en mi apartamento en Phoenix escribiendo noticias sobre el oeste de Estados Unidos con solamente una laptop y una conexión wifi. En términos de información, estoy extremamente bien conectado, pero al igual que el resto, estoy anonadado.
Me he perdido hitos familiares, felices y tristes. También vi cómo eventos muy esperados fueron cancelados por la pandemia (pero nos volveremos a ver algún día, Rage Against the Machine). Mi asma aumentó por el miedo a la infección y me mantengo la mayor parte del tiempo en casa, evitando a otros.
Luego de días de trabajo en el apartamento doy caminatas nocturnas breves. Disfruto los patios de cactus y piedras de mis vecinos, tan diferentes de los pinos y abedules que veía en Maine. Estoy conectado geográficamente, atado a mi casa y mi ciudad, pero aun así, aislado.
Me he adaptado a mis circunstancias encogidas, en varias maneras, incluso tomando la precaución añadida — y extrema, dirán algunos — de comprar en internet todos los productos que necesito.
Broccoli y hongos congelados, paquetes de sopa y leche de coco en polvo me dan cierto sentido de seguridad y me han ayudado a deshacerme de algunos kilos, pero mi paladar ya quiere librarse de la cuarentena.
Pude dar un pequeño viaje durante la pandemia: una vacación a Tombstone, Arizona, donde alquilé una pequeña cabaña en el desierto, pero esa excursión solamente reforzó la sensación de aislamiento.
En las calles vacías de Tombstone, fotografié edificios históricos y vi la recreación del tiroteo de O.K. Corral. Lucí mi mascarilla y evité a quienes no lo hacían.
Sentado junto a una fogata en las afueras de mi cabaña, miré un claro cielo nocturno lleno de innumerables estrellas —el mismo hacia el que el Challenger ascendió en su travesía final— y me sentí conectado con el cosmos, pero separado de la sociedad.
Mientras disfrutaba el espacio abierto y la ausencia de muchedumbres, mi perenne mascarilla y las toallitas desinfectantes nunca me dejaron olvidar la amenaza y la separación forzada bajo las que vivimos. Estaba libre, pero desconectado.
Mientras recordamos uno de los peores fracasos tecnológicos del país con el desastre del Challenger, miramos también a la más reciente maravilla: vacunas con las que buscaremos un regreso a cierta normalidad.
Las grandes mentes que construyeron el transbordador, una catástrofe que dejó una marca oscura en todos los que tenemos edad suficiente para recordarlo, no se rindieron. En septiembre de 2019, Jessica Meir se convirtió
Enclaustrado en mi apartamento, sigo confortado por la convicción de que la pandemia es otra mala fortuna de la que al final nos recuperaremos y nos reconectaremos.