Escepticismo y miedo alimentan el virus en Ciudad de México
CIUDAD DE MÉXICO (AP) — Cuando murió el vecino de Juan José y Esther Serralde, la pareja se dio cuenta de que el virus que mantenía en jaque a medio mundo era un peligro real, pero ya era tarde. Los ancianos ya estaban contagiados y pronto les seguirían su hijo, su nuera y dos de sus nietas.
Sin embargo, aunque hubieran querido protegerse, no habría sido fácil.
Tres generaciones de la familia vivían en una casa de San Gregorio Atlapulco, un pueblo en el sur de la capital mexicana. A la vivienda se accede por un mercado callejero. Las recámaras lo mismo sirven de bodega de sopas, semillas de chile u objetos de diseños personalizados que venden en la puerta de la casa. Y todo es un potencial espacio de juego para las niñas más pequeñas.
En barrios como San Gregorio, la incredulidad al virus, el miedo a ir a los hospitales, una enquistada desconfianza hacia las autoridades y las dificultades económicas han hecho que el virus haya golpeado con dureza a familias completas. La de los Serralde es un ejemplo. Y lo peor es que, después de cinco meses de pandemia, pocas cosas han cambiado en estos lugares que siguen en alerta roja mientras otras partes de la capital empiezan a ver ligeros avances en la contención del COVID-19.
“Lejos de entender, seguimos cometiendo los mismos errores”, lamenta José Juan, de 47 años y el hijo de los Serralde. Es un empleado del ayuntamiento de Xochimilco, la alcaldía a la que pertenece San Gregorio, y le tocó enterrar a sus padres y su tía, al mismo tiempo que él, su esposa y dos de sus cuatro hijas caían enfermos por el nuevo coronavirus.
México supera ya los 443.000 contagios reportados y más de 48.000 muertes, lo cual lo ubica como el tercer país con más fallecidos por COVID-19 del mundo, sin embargo, varios —como el padre de Serralde— quedarán sin contabilizarse al morir en casa y sin haberse hecho la prueba, aunque con síntomas del virus. Según un informe oficial preliminar presentado este mes, del 19 de abril al 30 de junio murieron en la capital 17.826 personas más de lo normal, la gran mayoría por afecciones vinculadas al coronavirus.
San Gregorio Atlapulco es un pueblo de unos 30.000 habitantes de alta marginalidad que pertenece a Xochimilco, en el sur de la capital, por donde no dejan de pasar campesinos con botas de goma empujando carretillas llenas de verduras procedentes de los campos o las zonas lacustres cercanas. Su centro es la iglesia, que casi se derrumba en el terremoto de 2017, un sismo cuyas consecuencias ya empezaban a superar cuando llegó la pandemia.
La situación en Xochimilco comenzó a agravarse a mediados de junio, justo cuando Ciudad de México reanudó paulatinamente sus actividades.
La jefa de Gobierno de Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, puso en marcha brigadas de información y atención que se reforzaron en julio con visitas casa por casa. Además, multiplicó el número de pruebas para detectar y aislar a los contagiados con rapidez. Ahora se realizan cerca de 4.000 diarias en una población de 10 millones de personas y otras tantas en la zona conurbada.
Pero para los Serralde, estas acciones llegaron tarde. En mayo, mes y medio después de que México decretara las medias de aislamiento social, su vida se convirtió en una pesadilla.
El hombre había dejado de trabajar en abril, porque su empleo no era esencial. Sin embargo, sus padres iban a los mercados a vender las plantas que cultivaban en el invernadero cercano a la casa, igual que muchos otros productores de Xochimilco que recorren tianguis con sus carretillas llenas de verdura o acuden a la central de abastos, una de las más grandes de toda América Latina.
“No lo creían, no usaban cubrebocas y estuvieron saliendo hasta que falleció un vecino y mi mamá empezó a tomarlo en serio y a resguardarse, pero ya estaban contagiados”, cuenta Serralde. Él, su esposa, y dos de sus cuatro hijas irían detrás.
Para el doctor Jorge Esteban Ballesteros, director del Centro de Salud de San Gregorio, en estos barrios se dio la tormenta perfecta para que la epidemia creciera.
“Es una población difícil, de costumbres arraigadas, resistentes hacia la autoridad que dicen que el virus es un invento del gobierno”, indicó. “Incluso han comentado que les estamos echando el virus donde estamos sanitizando”.
Pero a su juicio, el principal problema es que no se protegen, aunque con las recientes campañas ya se ha extendido un poco más el uso del cubrebocas.
Además, el hecho de que el barrio es un área de alta marginalidad donde es complicado hacer cuarentena y el comercio informal no se ha detenido, ha propiciado los contagios.
El padre de Serralde empezó a sentirse mal por una diarrea, mientras que su madre tuvo inicialmente dolor de riñones, así que nadie pensó que se tratara de COVID-19. Pero de pronto, de un día para otro, el anciano tuvo fiebre, tos seca y se desplomó al salir de su cuarto.
“No se pudo aislar en la casa, todos compartíamos el lugar”, dice Serralde. Su vivienda llena de productos por todas partes donde las camas son lugar de juego de las niñas pequeñas, lo explica. “Fue un error de nosotros pero nadie nos explicó qué hacer hasta después de lo de mi papá”.
Las autoridades llevaban semanas con conferencias de prensa diarias, mostrando gráficas, curvas y estimaciones; unos urgiendo a usar cubrebocas y otros diciendo que no tanto, pero a Serralde solo le quedó claro qué hacer después de la muerte de su padre, cuando un amigo médico les dio mensajes sencillos como el usar platos y cubiertos desechables o limpiar con cloro el baño cada vez que pasara alguien. Además, sanitizaron la casa y todos, menos la niña más pequeña, se hicieron la prueba.
Enterraron a su padre con media familia ya con síntomas y con su madre con problemas para respirar, suficiente confirmación de lo que estaba pasando, aunque los resultados de los tests no habían llegado todavía. La anciana temía ir al hospital porque la creencia generalizada, explica Serralde, es que todo el que entraba, no salía. Esperó tanto la mujer, que ella fue uno más de esos casos. Falleció nueve días después de su marido.
“La tumba familiar se llenó en menos de un mes”, dijo Serralde, porque dos semanas más tarde inhumaron a su tía. Teóricamente se recomendaba la cremación, pero rompieron los protocolos.
Serralde no puede evitar las lágrimas al rememorar la pesadilla que fue todo el proceso. Primero buscar los medicamentos para atender a sus padres en casa. Luego convencer a su madre, recién enviudada, para ir al hospital, sobre todo después de que les negaran el acceso a unas instalaciones médicas militares que, teóricamente, era para todo mundo.
El hombre recuerda que a duras penas pudo manejar la camioneta con toda su familia ya enferma dentro porque el virus le hacía sentir “desorientado”. “A mi esposa la empezó a dar sueño y dolor de cabeza, yo... atender a los enfermos hacía que se me olvidara un poco”.
Una vez hospitalizada su madre, el calvario fue conseguir las mascarillas para que la pusieran el oxígeno y hasta el paracetamol porque escaseaba todo. Y tras los fallecimientos, quedaba la burocracia que conlleva morir por el coronavirus.
“Mucho de lo que está pasando es por cómo se está manejando con las familias”, dice Serralde. Asegura que hay muchos como su madre, que no quieren ir al hospital, o no quieren hacerse pruebas, o pasan en enormes comitivas por las calles a enterrar a sus muertos. “No aceptan lo que está pasando y no quieren aceptar que están muriendo por COVID”, entre otras cosas para poder velarlos, dice, ya que el protocolo de la capital recomendaba la cremación inmediata.
El alcalde de Xochimilco, José Carlos Acosta, cree que la autoridades no pueden hacer más y dice que si los contagios continúan es por “irresponsabilidad del ciudadano”.
El doctor Ballesteros considera, sin embargo, que las acciones de las autoridades deben reforzarse y se tienen que hacer todavía más pruebas porque quedan por delante otras tres o cuatro semanas complicadas. “Las pruebas son básicas para contactar a los positivos, para hacer énfasis en el cuidado personal y el de su entorno”, subrayó en línea con muchos expertos nacionales e internacionales.
Serralde no elude su responsabilidad y ahora intenta convencer a todos de la urgencia de seguir a rajatabla las medidas preventivas. Los objetos personalizados que ahora vende su esposa en la puerta de la casa son cubrebocas.
Pero el hombre cree que las autoridades debe ser más estrictas en hacer cumplir las normas, aunque sabe lo difícil que es el punto medio para no parar la economía y aunque ellos ya se recuperaron siguen preocupados. “Siento que esto se le está saliendo de las manos al gobierno, al alcalde, al presidente, a todos”.