Empresaria de ataúdes vence 4 veces a la muerte en Perú
LIMA (AP) — En el dormitorio pegado a su taller, Gesarela Llanos respiraba como si tuviera una lápida sobre el pecho, mientras escuchaba los martillazos de sus empleados que construían centenares de ataúdes.
La empresaria de 55 años enfrentó su batalla contra el coronavirus en casa. Su hijo, que recoge muertos por COVID-19 de los nosocomios de Lima, la desanimó de ir a los hospitales colapsados de pacientes contagiados. “Te vas y fijo sales muerta”, le dijo Carlos, de 38 años.
La fiebre le subía hasta 40 grados, el sudor recorría su cuerpo, perdió el olfato, el apetito y el sentido del gusto. Pero ella, que había desafiado tres veces a la muerte, logró vencerla una vez más.
No sabe con exactitud qué la sanó tras 18 días de lo que ella considera una “agonía” y que le hizo perder diez kilos. Fue una mezcla de suerte y de un cóctel de medicamentos que consumió, cree.
Ahora que está recuperada, multiplicó su producción debido al alto número de fallecidos por coronavirus. A diferencia de otras actividades económicas en crisis, los servicios funerarios gozan de un auge inusitado en Perú, que en la víspera acumulaba 5.031 muertos, unos 131 cada 24 horas.
Gesarela afirma que Dios tal vez “no quiere” que muera tan pronto. En la barriada donde vive unas 100 personas fallecieron el último mes, muchos en la puerta de los hospitales. Su distrito, San Juan de Lurigancho y con un millón de habitantes, es el más contagiado del país con 9.000 infectados.
Han muerto obreros, vendedoras del mercado, choferes, todos de la clase trabajadora en un país donde el virus apareció en marzo en un distrito rico. Ha regalado cuatro ataúdes a personas cuyos familiares llegaban arruinados hasta su taller. “Mira aquí hay una caja, llévalo nomás”, les dijo.
Mientras colocaba una cruz dorada en la tapa de un ataúd, Gesarela relató que empezó a fabricar féretros de metal hace 30 años. Antes vendía pollo y hamburguesas en la puerta de su casa, cargando en su espalda a su hijo más pequeño y con un ojo en los otros tres que jugaban en el piso.
Afirma que ha tenido una vida dura y que parece que la muerte no la quiere.
Su madre la trajo al mundo a los 11 años en Carpapata, una aldea de los Andes centrales. Su padre, un minero que perforaba rocas con dinamitas, quiso abusar sexualmente de ella cuando tenía diez años. Gesarela se lo contó varias veces a su madre quien jamás le creyó.
Entonces ella cogió una dinamita, la colocó debajo de una piedra inmensa sobre la cual se sentó y cerró los ojos. Se levantó por los aires y sintió un dolor en la pierna derecha donde se le clavaron fragmentos rocosos. Un año después escapó de la casa paterna y migró a Lima escondida en un saco de patatas dentro de la bodega de un bus luego de que su tía sobornara al ayudante del chofer.
En Lima tuvo que trabajar y apenas aprendió a escribir su nombre. Siempre pensó que era inteligente para los negocios y las cuatro operaciones matemáticas básicas le resultaron sencillas.
Se casó con un hombre que le fue infiel dos veces.
En ambas ocasiones, intentó quitarse la vida. Primero cogiendo la caja de electricidad de su hogar, que la arrojó cuatro metros de distancia, y en la segunda, bebiendo veneno para cucarachas.
Sus cuatro hijos, que la adoran, la llevaron al hospital y la salvaron.
Se divorció y ahora intenta vivir en paz, incluso con el exmarido que dirige una funeraria a la que también provee de ataúdes.
“No soy rencorosa, sólo busco que me respeten y valoren lo que hago”, dijo.