Bobby Fisher sabía, a ciencia cierta, que cierto estilo radica en la decadencia. No por nada, luego de vencer a Spassky en el "Encuentro del Siglo", no participó más en competencia internacional alguna. El maestro sabía que había alcanzado su punto máximo, y que desde ahí sólo quedaba el descenso. El jugador norteamericano abrazó la decadencia como el paso natural luego de la derivada cero. Eso sí, Fisher, en esta posición en el tablero, no tenía más que ceder el dominio sobre su terreno.
No son pocos los poetas, músicos, literatos, dramaturgos, pintores, creadores y genios que reflexionan en un sentido similar. ¿Quién desea mantenerse erguido si dicha actitud requiere esfuerzo y dignidad? ¿Quién tiene la fuerza para permanecer estoico frente a un declive natural? El mantenerse impertérrito requiere sabiduría y disciplina. Sin embargo, la decadencia es un desarrollo natural cuando se llega al punto álgido de la parábola; antes de este punto es un accidente, una enfermedad.
Una decadencia particular como la de Fisher puede librarse con estilo. Hasta Calígula, con Incitatus en su salón, orgías y descontroles, vivía con decadencia y clase su propio poder. Pero la decadencia de un imperio, de una sociedad, de una Nación es un peso muerto, un cadáver al que sólo le queda estrellarse con fuerza. Qué más que decir que, desde ahí, Roma fue en picada, aunque lentamente, hacia el abismo.
Occidente ha entrado (y esto no es de extrañar) es una etapa de decadencia natural que, dicho sea de paso, coincide (coincidió) con la decadencia de Fisher. Y con tantas otras decadencias: la decadencia del Arte, del modernismo, de la esfera valórica, etcétera. La decadencia del ajedrecista fue una señal de los tiempos.
El jugador intuyó la segunda parte de la parábola. Sabía muy bien que en toda partida de ajedrez hay un punto en que el juego ya está decidido. Por consiguiente, sólo queda rendir al rey.
No debería extrañarnos que nuestro monarca haya caído, y que la moral, la ciencia y la creencia en lo divino se hayan enterrado en el panteón junto al difunto soberano. La posverdad, el posmodernismo, el deconstructivismo son la sombra y el negativo de los valores anteriores.
Al contrario de la decadencia de Fisher, la decadencia de nuestra sociedad jamás alcanzó un punto álgido; es, más bien, un estado natural de mediocridad.
Creemos que en nuestro declive hay encanto, clase y estilo. Puede que en la decadencia de Fisher lo haya, así como en la de tantos otros creadores y demiurgos. Pero ¿pueden existir clase y estilo en la decadencia mundana de un ciudadano corriente que no ha llegado a la cima de su potencial?
Nuestra sociedad coge la vía en descenso pues es llana, y seguir subiendo requiere de un carácter sobrehumano. La opción de ir cuesta abajo siempre acomoda a quien sea. Ojalá hubiera tiempo y gracia para abandonar la lucha propia y caer en una decadencia en soledad, lejos, muy lejos, es una tierra inhóspita como en la que Fisher se recluyó, consciente de que había llegado a la cima y que desde ahí no quedaba más nada.