La importancia de lo propio
A menudo se observa con recelo el discurso ajeno, la posición del opuesto. En numerosas ocasiones se intentan acallar las palabras ajenas por miedo a que los versos propios pasen desapercibidos. De igual forma, se vela por que las palabras se mantengan firmes, al igual que la posición personal, el terreno que se pisa.
No por nada se cuida lo propio con ahínco, con amor y fe. Qué sería de nosotros sin lo propio. Nuestro es lo que producimos, lo que creamos, lo que criamos, lo que fecundamos, en un vínculo bipartito, claro está, hasta que tomamos la decisión de otorgarlo al mundo, que es cuando se regala con buena disposición y se enriquece el mundo ajeno.
En primer lugar radica lo personal, lo que encuentra cabida en su propio territorio, hasta donde alcancen las extremidades, la onda de choque de nuestra voz, al menos hasta que se difumine en el espacio abierto.
Tristemente, hoy por hoy los ánimos apuntan a desarrollar una clara intención de poseer lo ajeno. Todo se cree colectivo, perteneciente a una entidad masiva sin límites precisos, sin intenciones claras ni pensamiento conciso. Nuestra identidad individual se disuelve en la identidad grupal; se pertenece al grupo o no se pertenece a nada en absoluto. Por lo tanto, todo lo nuestro es de todos. Nuestro dinero, nuestras ganancias, nuestra propiedad privada hay que distribuirlas, hacerla colectivas y entregarlas al grupo.
Lo personal se pasa por alto; incluso se piensa en esto como síntoma de una enfermedad egoísta, rezagada.
Cuando todo se vuelve colectivo, el discurso imperante también lo hace. Por lo tanto, todo lo que no es parte de este discurso colectivo, no tiene cabida.
La Ley Mordaza se tramita en el Congreso de Chile, y nuestro discurso, sea cual sea, se verá acallado si es que alguien, cualquiera, siente que éste no pertenece al colectivo, aunque dicho colectivo sea un quimera política sin forma, sin peso relevante.
He ahí lo importante de lo propio, pues lo propio nos define más que lo colectivo, lo gregario o lo global.
También se delibera sobre la Ley de Autonomía Progresiva, la que busca quitarnos la educación sobre nuestros hijos para criarlos bajo la usanza del Estado. ¿Cómo pasaremos nuestro conocimiento personal, nuestra forma de comprender al mundo, nuestras experiencias y criaremos a nuestros hijos bajo nuestros preceptos morales si ya no nos perteneceremos los unos a los otros, si ya no tenemos relación alguna con lo propio? Bajo esta perspectiva nuestros hijos serán hijos de un Estado fallido y totalitario, serán hijos del colectivo.
Por esto mismo, los grupos que impulsan estas políticas luchan en contra de la herencia, sea genética o patrimonial, pues lo propio que se hereda no debe existir, debe diluirse en el terreno de los público.
La moral, la ética, la fuerza propia sufren el mismo destino, se queman en la hoguera de lo estatal. El individuo es peligroso y debe sofocarse.
El mundo conocido comienza con lo propio, y lo ajeno, lo de todos, se define en relación con el primero. Lo colectivo debe existir, pero nunca invadir el terreno personal. De esto se acordarán los comisarios políticos, la policía del pensamiento, cuando busquen adueñarse de nuestro juicio (el terreno propio por antonomasia) y no encuentren más que resistencia pues el pensamiento es el último terreno de la independencia, de lo propio.