Es cierto, somos una generación rara. La familia tal vez se empieza a sustituir con los llamados "Roomie". Seres que se encuentran y por cuestiones económicas o de supervivencia, o de azar comparte una casa, en el mejor de los casos, generalmente son departamentos muy pequeños, donde la privacidad queda reducida a cenizas. Las grandes ciudades cada vez ofrecen menos espacios, no hay donde meter a tanta gente.
También hay que decir, que ahora los jóvenes llevan en sus manos las compañías de mascotas. Gatos y perros están en la lista de los favoritos, a veces conseguir casas cuesta, porque los dueños les temen a las acciones creativas de las mascotas, cuyo poder destructivo supera diez veces a la de un niño de siete años, o el ladrar de los perros, que seguro despertará al que tenga el sueño más pesado.
Nunca he sido un tipo de tener animales, así que por alguna extraña razón siempre me encontré con compañeros de piso amantes de las mascotas. He compartido con perros y con gatos, que en los viajes en países extranjeros se han hecho mis fieles amigos. Loreto y Canelo dos perros inolvidables, que muchas veces orinaron mi cama para evitar que alguna novia tomara su lugar, tejer el lazo entre ellos fue complejo, zapatos mordidos, pupu por la casa, ladridos, ladridos y ladridos. Después de un año el adiós fue inevitable entre nosotros. Los recuerdo con cariño, nunca más los volví a ver.
He conocido montones de gatos, hasta trepado árboles para rescatarlos en sus grandes fugas. Extraño la última gatita de mi roomie, tenía síndrome de perro, buscaba cariño todo el tiempo, se dormía entre mis brazos como una nena de cinco años, solía llorar cuando presentía mi partida al trabajo, reclamaba su comida y siempre estaba cerca como guardián fiel. Esta gata perro volvía loca a su dueña, siempre quería atención, y era complicado mantenerla tranquila. Cuando me fui, sus maullidos quedaron grabados en mi corazón. La nueva habitación es silenciosa, pero ella está presente como un constante extrañar, hay ruidos que te enternecen a la hora de su ausencia.
Hay relaciones más difíciles, que hay que tenerles paciencia, o tal vez un poco de valor. Actualmente vivo con un perro enorme, presiento que me odia, no me deja pasar por las noches, y más de una vez me ha tocado correr por los pasillos gritando el nombre del dueño. Lo he intentado todo, paquetes de salchichas, hablarle por su nombre, darle agua, dejar la luz encendida, comprarle huesitos de premio...TODO...TODO, pero aun me sigue viendo como el extraño que llega en la madrugada. A veces siento que soy un ladrón que entra de puntitas para no ser interceptado por los ladridos que retruenan en toda la vecindad.
Los he visto escapar del hogar y no regresar nunca más. He visto a mis compañeros de casa esperar por su regreso, como Penélopes modernas en una Ítaca desolada de lazos fuertes. Las mascotas se roban nuestros corazones, tienen estrategias en sus formas de hacer. Lamentablemente tienen un dueño, por lo tanto, a los que no tenemos ese título de propiedad, sólo nos toca conocerlas y decirles adiós. En pequeñas noches solitarias me pregunto en medio del insomnio si alguien se quedará, si alguna de esas mascotas lamerá mi cara por un tiempo largo e indefinido... cada adiós de esas pequeñas compañías sólo me hace recordar cada amor no correspondido, cada ensayo doméstico fracasado, cada rostro dejado al finalizar el amargo contrato de alquiler.