Un hombre debe cargar, sí o sí, con cierto porcentaje de masculinidad en su aura. No poco, no demasiado, equilibrar con gracia este portento en el soporte de un lado femenino.
Los hombres de hoy carecen (¿carecemos?) de una energía masculina bien formada y dirigida. Nuestros padres no nos han enseñado cómo portar un estandarte, cómo defender con honor nuestra tierra y nuestros amores, cómo guiarnos por el instinto, cómo hablar con el género femenino y cómo vencer el miedo al fracaso.
Los hombres de antes, los antiguos, los amerindios, los corsarios y argonautas, tenían bien en claro cuál era su rol en el mundo. Simple y llano, elegante y sofisticado; defender su terreno, el alimento de sus hijos, la vida de sus mujeres, el honor y la sabiduría de los ancianos. Los hombres de antes eran capaces de levantar espadas y escudos y caminar distancias irrisorias con tal de defender sus ideales.
Aquella masculinidad tan menoscabada en el discurso actual, se ha extinguido, o más que extinguido, vuelto una llama diminuta que habita en cualquier sitio, menos en el corazón de los hombres.
Los hombres, en general, sentimos la llamarada, el calor que nos alimenta el corazón, el que es alimentado, al mismo tiempo, por la dulzura de las mujeres, por su empatía y comprensión. Sentimos la carne quemándose, la sangre que hierve y transita y que nos impulsa a seguir sin tener muy en claro hacia dónde.
Los hombres de hoy temen (¿tememos?) a la incertidumbre. Los tiempos nos han vuelto débiles, dubitativos y carentes de valentía. Cómodos, resentidos y desconectados de nuestros deseos.
Tememos demostrar nuestra sexualidad de manera directa y sana, sonreír y seguir adelante con nuestra cadencia de guerrero en camino hacia algo mayor. Nos detenemos y cogemos lo que hay al alcance de la mano por miedo a no saber qué nos deparan las siguientes colinas, valles y desiertos.
En parte, en gran parte, somos culpables de esta situación. Los hombres hemos hipotecado nuestra naturaleza, dudado de nuestras intenciones, de nuestra energía, y extraviado en el limbo de la vida sin saber en qué reposeras debemos poner nuestros pies.
Esta cadencia nos ha debilitado. No hay peor cosa que permanecer estático sin hacer nada más que añorar. Eso sólo funciona para poetas en las antípodas de la vida, y, mal que mal, muy pocos lo son.
Un hombre debe ser un guerrero y un poeta y mecerse entre ambos estadios, pasar de la pluma a la espada como quien pasa de una sonrisa a una palabra dura cuando la situación lo requiere.
No temamos a expresarnos, a decir lo que queremos y lo que nos parece mal, que para adormitados existen cubículos y pantallas y apps de levante. Los hombres de verdad, de esos que ya no existen, se arrodillan y gritan su amor al mundo, se pasean por la existencia con gracia y elegancia, y estrechan la mano con la misma fuerza con que besan la mejilla de sus mujeres.
Un hombre de verdad es libre. Es el espíritu en el llano, en la pradera, en la sabana. Un hombre libre no puede ser domado, por esta misma razón son escasos y difíciles de encontrar. Por eso no es de extrañar que gran parte de las mujeres que transitan por el mundo se pregunten dónde están esos poetas, esos guerreros, esos hombres que no temen expresar su amor y luchar contra los elementos si la situación lo amerita.
Al mismo tiempo, estas mujeres lucen una dulce tristeza pues su corazón extraña, para mal o para bien, esta energía masculina cada vez más escasa. Y sus corazones se contentan con lo que haya, con la sonrisa fácil de hombres débiles y cobardes que ofrecen el corazón en bandeja cuando el verdadero hombre lo lleva bien puesto en el centro de su pecho, desde donde brota su energía, su sexualidad, su empatía y su inmensa soledad.
Hace falta mirar un poco más allá, no regocijarse en la comodidad de lo cercano, e izar una bandera en señal de entereza, y sólo esperar a que alguien nos responda.
Probablemente sea otro hombre solitario con el corazón latiendo en el centro de su voluntad.