Sólo hacen falta diez pasos por fuera del hogar para percatarse de que el césped de la casa vecina, a menudo, es más verde que el de la casa propia. Diez pasos por fuera para recular, para juntar las manos y escupir al suelo. O para continuar con el ceño fruncido y con la vista sesgada y con una especie de falso optimismo justificado.
Uno mira y observa y saca cuentas y el precio de lo pagado siempre es mayor al precio de lo ganado. Se detiene, por un segundo, frente al mundo como quien se detiene frente a un aparador, y sólo se escoge, a tientas y a ciegas, lo que nos parece útil y atractivo sin reparar, ni por un segundo, en quien nos ofrece el intercambio.
Sólo hacen falta diez pasos por fuera del hogar para percatarse de que los números no calzan, de que el tiempo que toma recorrer cualquier distancia siempre es mayor al que se ha estipulado para tales efectos.
Ante tales circunstancias, y una vez fuera, hace falta mirar un poco hacia arriba, dejar de mirar los ordenadores y las pantallas, y clavar la mirada en la mirada del otro.
Existe un miedo fatal a casi todas las cosas (qué más decir que el miedo absoluto a la libertad), a enfrentarnos en un mano a mano en contra de la vida, en contra de nuestros congéneres, amigos, amantes y desconocidos.
Nadie sabe muy bien cómo responder a una sonrisa. Nadie nos ha enseñado, ni los docentes ni los maestros de vida, que luego de diez pasos por fuera del hogar deben devolverse los saludos, los mensajes y, desde luego, las palabras. Nadie sabe muy bien cómo responder ante el cariño, antes los afectos, y mucho menos ante la verdad.
La verdad nos pega en el rostro a una velocidad inusitada y con una fuerza desconocida. Por supuesto, en contadas ocasiones, pues la verdad es una ráfaga, un aroma, un haz de luz que se extingue en su propia concepción.
Se huye como se huye de un monstruo mitológico. O la respuesta es un interés inusitado, o una total indiferencia. Pero siempre se corre en un sentido o en el otro. Nadie permanece, como los héroes, con los pies firmes en la tierra a mitad de una lluvia de balas. Nadie permanece firme ante la verdad pues la verdad revela los hilos y las intenciones.
Qué más decir que la verdadera naturaleza de las personas se revela en los momentos decisivos.
No hace falta cubrir el dolor con desdén, o el miedo con cobardía. Hace falta, más bien, elevar la mirada y responder con gallardía. Sólo hace falta responder con amor, pero quién diablos nos ha enseñado esto.
La respuesta innata ante tal experiencia, pues nadie nos enseña, en la vida, a devolver una mirada, es la violencia.
Cuántas historias comenzarían si uno devolviese las miradas o lo guiños o los abrazos con la misma fuerza que uno los recibe. Cuántos nuevos comienzos extenderían sus extremidades si no se temiese tanto, si devolviéramos el amor con amor, y las miradas con miradas y las palabras con palabras.
Sólo hacen falta diez pasos por fuera del hogar para saber que el césped de la casa vecina no siempre es más verde que el de la casa propia. Únicamente hace falta devolver la esperanza con la misma fuerza con la que la recibimos.