Aunque es complicado tratar de entender cómo funciona nuestra mente, es acertado afirmar que esta responde a causas externas, siendo estas las que van modificando nuestro pensamiento y dirigiendo nuestros actos, lo que hace posible nuestra interacción con el medio y nuestra apertura hacia los cambios. Por lo tanto, uno esperaría que luego de varias señales externas de riesgo, advertencias o muestras palpables de inminente peligro, nuestro cerebro opte por modificar aquellos preceptos que nos puedan llevar a sufrir las consecuencias de dicho riesgo, cambiando así la dirección o el enfoque de nuestros actos.
Desde finales del siglo pasado, los científicos y las instituciones meteorológicas nos han venido alertando sobre el efecto negativo que nuestras acciones y el crecimiento urbano e industrial tienen sobre el cambio climático, generando cada vez con más frecuencia el aumento de las temperaturas.
A mediados del mes de agosto de 2016 una fotografía publicada en Facebook por una fotógrafa alemana, donde se observa a un oso polar en estado de desnutrición, le dio la vuelta al mundo y tocó la sensibilidad de millones de personas. Más que generar consciencia por el trasfondo de la imagen, lo que se evidenció fue un sensacionalismo despertado por la figura tierna y caricaturesca que refleja esa especie. Ese año, terminó como el más cálido desde que hay registros; provocando, entre otras cosas, el deshielo de los glaciales, que terminó por aumentar el nivel del mar en unos 8,2cm, según estudios publicados por el Instituto Mediterráneo de Estudios Avanzados en mayo del presente año.
Este año el planeta sigue enviándonos alertas, las que deberían ser suficientes para que nuestros procesos mentales cambien el enfoque de nuestras acciones. A finales de agosto del presente año, fue hallada una isla o acumulación de desechos plásticos cerca a las costas de Chile y Perú con una extensión de 2 millones de kilómetros, es decir: más grande que todo el territorio de Colombia. Y hacen solamente un par de semanas Texas, el segundo estado más grande de los Estados Unidos, sufrió los estragos del huracán Harvey, el más grande que ha golpeado a ese estado en más de 50 años, ocasionando inundaciones sin precedentes en la ciudad de Houston, dejando aproximadamente treinta mil afectados y ocasionando pérdidas por más de veinte millones de dólares.
No siendo suficiente, en los últimos días se formaron tres grandes huracanes en el océano Atlántico, denominados José, con vientos de hasta 240 kilómetros por hora; Irma y Katia. Y además, en días recientes, se registró en México un terremoto de 8,2 grados, el que dejó casi setenta muertos.
Aunque la relación del cambio climático con los desastres naturales aún no es una teoría sustentable, debido a la carencia histórica de estudios y registros (solo se tienen datos satelitales del comportamiento de la actividad ciclónica desde 1970), existen algunas causas que relacionan nuestras prácticas con el surgimiento y la magnitud de estos fenómenos.
Es cierto que en verano es normal la aparición de pequeñas tormenta o huracanes que no causan daño, pero el aumento del nivel del mar y de las temperaturas de los océanos, a causa del calentamiento global, funciona como combustible de este tipo de fenómenos creando tormentas más intensas entre más altas se encuentre la temperatura de las aguas. Si tenemos en cuenta que el calentamiento global va en aumento, superando índices históricos año tras años, podemos augurar que estos fenómenos naturales de magnitudes devastadores serán cada vez más graves.
Aunque nuestro cerebro responde a patrones de comportamiento, es decir, va aceptando actitudes o conductas comunes, las que pueden comenzar como respuesta a una necesidad o como resultado de lo que reflejan los actos de nuestros superiores o semejantes, las vamos adoptando y haciendo nuestras al volverlas usuales, creando así los hábitos. Las advertencias o señales de riesgo deberían llevarnos a cuestionar nuestras prácticas en torno al medio ambiente, al tratamiento de los residuos, y todas esas costumbres del día a día que creemos insignificantes.
Pero a pesar de tantas señales de riesgo inminente, no se percibe ningún cambio: se derrocha agua, se despilfarra energía, se utiliza excesivamente el plástico y se bota basura a la calle. Todo es quizá el resultado de preceptos perezosos que hemos ido incorporando en nuestra mente, bajo los que creemos que la responsabilidad es del otro, que mis acciones no afectan tanto, que las cosas no van tan mal, que la solución está a una oración de distancia y que todo es culpa de estar lejos de Dios, Jehová, Mahoma o Alá.
Todos se hacen los desentendidos. Ignoran las señales, cada vez más evidentes, que deberían habernos llevado, desde hace mucho tiempo, a pensar en que hay que cambiar hábitos, que no hay que esperar que el otro lo haga y que los gobiernos no son los únicos que tienen responsabilidad directa frente a esto. Y no hacemos nada incluso cuando los comportamientos que debemos cambiar o las acciones que debemos emprender, son tan sencillos que no nos sacarán ni siquiera de nuestra zona de confort, en la que el consumismo y la pereza mental nos tienen envueltos; porque se trata simplemente de no botar basura en la calle, disminuir el uso de plástico hasta lo medianamente necesario, desconectar los aparatos después de usarlos, evitar cualquier uso innecesario o desmedido de agua, y acciones así de pequeñas que no nos impedirán seguir inmersos en nuestra pereza mental.
La respuesta no puede ser otra que el cuestionamiento de nuestras acciones, seguido del cambio, porque las señales son y seguirán siendo más evidentes.