La violencia no es campo restringido de ningún sector político, ni de ningún pensamiento filosófico ni de género alguno. Es parte de la condición humana básica, la reacción (¿natural?) ante la incertidumbre que se abalanza como una sombra insoslayable. Una vez aparece el miedo aparece la ira y por consiguiente la violencia.
Hoy más que nunca, soplan vientos inciertos. Los vientos inciertos traen, asimismo, movimientos inesperados, reacciones impulsivas, desequilibrios y hasta naufragios.
Más de alguna vez se han desatado huracanes.
Hoy mismo he visto por televisión a una turba que pide a gritos ser escuchada. Veo, en los ojos de la gente, la frustración. He visto el puño volar, las piedras estrellarse y la sangre brotar de rostros afligidos. Ante los cambios de la historia, habrá quienes se opondrán con picotas y antorchas. Asimismo, quienes, ante los nulos cambios de la misma, pondrán a girar las ruedas con el mero impulso de la ira.
La dinámica general es un juego de fuerzas extrínsecas e intrínsecas, centrípetas y centrífugas, que jalan y empujan de forma sistemática y sin descanso. Nuestro verdadero orden es entrópico, y cabe señalar que comprender las leyes que rigen a éste es la base de su análisis y posterior manejo.
El progreso trae despojo, y conlleva quemar viejos enunciados y pilares ancestrales. Se hace imperioso desarticular las grandes instituciones y promover una nueva estructura, que no es política ni social, sino un equilibrio reflexivo entre los entes participantes. Pero dicho cambio, dicho desmembramiento, no debe provenir de la ira, de un gesto rápido y sin medida que deja más de un cadáver a mitad de la nada. Debe provenir del entendimiento, o al menos de la aceptación.
El que acepta no reniega.
Celebremos esta condición, la de ser conscientes de poder detenernos por un segundo y de poder respirar el mismo aire que respiran los que nos agreden por defender lo suyo, total, somos lo mismo, criaturas patéticas asediadas por la incertidumbre y el miedo.
Hoy por hoy la ira se manifiesta casi exclusivamente a escala citadina (por lo menos la ira que se cree justificada). Es expresada por el taxista que ve como el mundo avanza más rápido que su capacidad de innovación. Por el fanático que ve como los géneros se transforman y el abanico se amplia y que poco o nada puede hacerse al respecto. Por el joven que ve como la vida pasa por delante de sus ojos sin poder asirse a ella en momento alguno.
Está de más decir que la ira nos gobierna absolutamente, y por consiguiente, nos supera en carácter.
Una vez arrojada la piedra, sólo queda ver su trayectoria.
Lo que no debe ocurrir nunca es caer en el desencanto, que es la etapa posterior a la violencia, cuando la ira expresada ya no nos satisface, cuando vivir ya no tiene sentido, cuando no tomamos consciencia de que hacemos daño, de que quebrantamos el silencio cuando golpeamos con fuerza la mesa.
De la ira al desencanto hay un paso, que puede extenderse demasiado y que se caracteriza por ser la nada misma, una etapa de muerte prematura. Lo que resulta imperioso es salir de ese estado de sopor lo más pronto posible pues no hay mayor idiota que aquel que no comprende que todo aquel que vive en violencia tarde o temprano se hace daño a sí mismo.