No me esperaba que tomares la decisión de no hablarme ni escucharme más en el futuro. Después de que me dijiste que esta era una «estación aislada» y que yo nunca dejaría de ser tu mejor amigo, no habría podido prever esta situación. Por supuesto, mis críticas sobre tus múltiples y constantes contradicciones te impulsaron, parcialmente, a tomar esta decisión.
El asunto se divide en dos dimensiones: la emotiva y la moral. Tú crees que no existe una verdadera división en este problema, pero yo lo pienso y lo vivo así: con dos conjuntos de experiencias perfectamente separados. En la dimensión emotiva, está el dolor que siento a causa de tu indiferencia intencional y está también tu molestia a causa de mis intentos por corregirte en el plano moral. En la dimensión moral, está mi crítica sobre tu comportamiento, que considero deshonesto y desconsiderado con tus cercanos y sospechosamente secretista e infantilmente narcisista.
Sobre el dolor que siento, este no está inspirado únicamente en la indiferencia, sino también en la impresión de que no te importa hacerme sufrir. Cuando te manifesté esta impresión la última vez que te vi, negaste que fuera así y añadiste que no hace falta nada más para sostener la veracidad de tu afirmación. Pero lo cierto es que, en un asunto emocional como este, si tú no demuestras lo que dices sentir, la única conclusión verosímil es que no lo sientes. Y esta es la conclusión a la que llego todos los días; porque, por supuesto, vuelvo a pensar en este asunto de forma constante con la esperanza de encontrar algo que lo alivie. No hay otra posibilidad: o lo demuestras o te refutas por omisión.
Sobre la molestia que te inspira mi intención, reconozco que también la he sentido con relación a otras personas. Se trata de una experiencia incómoda. Pero, como todas las cosas, este comportamiento tiene una explicación y yo no me negaré a entregarla: así doy a entender por qué mi molestia está justificada y satisfago, al mismo tiempo, la demanda emocional del otro (cuando se trata de alguien cercano). Así que tu rechazo de entregar siquiera este tipo de respuesta y, más aún, de negarte a sostener cualquier tipo de comunicación, me hace sospechar que la explicación detrás de esto debe ser importante y amerita ser resuelta. De manera que mi interés en indagar el asunto termina siendo impulsado mayormente por tu resistencia, aun cuando tú buscases lo contrario.
Te he juzgado como deshonesto por las contradicciones que encuentro entre tu discurso y tu comportamiento: me dijiste que yo nunca dejaría de ser tu mejor amigo, pero ahora te niegas incluso a recibir una llamada telefónica de mi parte. Te he juzgado como desconsiderado por el trato desigual que ofreces a tus cercanos: crees que está bien tratar de corregirme dejándome de hablar, pero consideras inaceptable que yo intente corregirte a ti. Te he juzgado como secretista por tu resistencia a entregar explicaciones acerca de los dos aspectos anteriores: como si se tratara de impugnaciones falsas (que no lo son) o estuvieran motivadas por intenciones perversas (en realidad están inspiradas por observaciones transparentes) o implicaran una transgresión de tu espacio personal (ni yo tengo prohibido preguntar ni tú tienes la obligación de responder). Te he juzgado como narcisista, por último, a causa de tu constante evasión de las responsabilidades: te niegas a admitir que hayas incurrido en alguno de estos comportamientos o que te hayas equivocado alguna vez y te niegas a disculparte porque consideras que esto implicaría reconocer que te equivocaste.
Tú sabes que considero estos comportamientos como síntomas de un carácter emocionalmente inmaduro y que el remedio para este carácter está en la identificación y comunicación de las propias emociones. Lamentablemente, a ti no te interesa ni corregir directamente los comportamientos observados ni colaborar en el proceso de tu maduración emocional (como vía indirecta para corregir esos comportamientos). De hecho, te parece ofensivo que yo proponga este diagnóstico y este tratamiento. No soy psicólogo, ciertamente, pero no creo que mis opiniones ameriten una ira desatada.
Me allané, por último, a no seguir adelante con mi empeño de corregir tus comportamientos perjudiciales. No lo hice por cansancio ni por aliviar el dolor, sino porque me pareció que serviría como una forma simbólica de curar tu mal. Desde mi punto de vista, el afán evidente de engañar a los otros y escapar las consecuencias señala hacia un individuo incapaz de asumir el peso de sus acciones: alguien que no puede llamarse ni libre ni verdadero. Como intento corregir esto a toda costa, pensé que mi propio sacrificio podría servir como remedio. Enfrentar estos comportamientos sin corregirlos implica, por cierto, someterse a una humillación consciente: no es algo que se pueda hacer sin caridad de por medio. Y yo descubrí que tengo la suficiente para hacer este sacrificio y tolerar la humillación con la esperanza de que te dieses cuenta del daño que causas y tomases la iniciativa para corregirte. En el fondo, solo tú puedes hacer esto.
Para mi infortunio, tampoco quisiste retomar el contacto cuando te dije que no insistiría. No sé si mi sacrificio haya sido en vano, pero aún espero que tenga algún sentido.