Sobrevivientes por no Haber Gritado
Parece un mal sueño, un recuerdo lejano que se hace vigente cada tanto, una experiencia que se ha repetido cíclica y sistemáticamente desde hace más de 28 años.
Tenía 8 años recientemente cumplidos, una mañana de sábado, como todas las mañanas de todos los sábados, mi abuela me envió a traer el pan para el desayuno, ese día no me permitieron ir en bici porque "era peligroso", así que decidí hacer el mandado en otra panadería cercana a mi casa.
Cuando llegué a la panadería, justo en frente un hombre extraño en una bicicleta se me acercó y me preguntó cómo llegar desde ahí al Colegio Santa Isabel de Hungría; como era el colegio donde yo estudiaba, me acerqué un poco y le di las indicaciones y entré al establecimiento a comprar el pan; cuando salí de la panadería el tipo me estaba esperando con la excusa de no haber entendido bien las instrucciones que yo le había dado minutos antes por lo que nuevamente me acerqué y con un poco más de calma, tratando de asegurarme que ésta vez la orientación fuera más clara, le ayudé al pobre señor tan confundido... Confundida yo, tan confusa fue la situación que de repente me acercó hacia él y mirándome fijamente me amenazó diciéndome que si gritaba me mataba, también empujó mi cabeza para que viera hacia abajo y cómo se masturbaba mientras miraba mi carita asustada.
Recuerdo entre flashbacks sus palabras asquerosas, su expresión de satisfacción al notar mi temor y angustia. No siendo suficiente estiró su mano hacia mi vagina, pero no me alcanzó, estaba tan aterrada que sin saber cómo, mis piernas tomaron la decisión de correr, tuve mucho miedo, pero guardé silencio, no fui capaz de gritar, de pedir ayuda, de emitir sonido alguno, no sabía que se hacía en una situación así que apreté tan fuerte la bolsa que el pan quedó hecho pedazos, llegué a mi casa, entregué el mandado y rompí a llorar inconsolablemente, sentía odio, me sentía una niña indigna, sucia, no entendía lo que acababa de pasar pero quería morir.
Pasé mucho tiempo encerrada en mi cuarto sumida en ese estado, mi abuela muy angustiada no paraba de insistirme para que le dijera lo que pasaba pero yo no me animaba a decírselo; sentía tanta vergüenza, no podía ni mirar mi reflejo en un espejo sin odiarme y sentirme asquerosa. Cuando le pude contar, ella me abrazó y solo dijo "gracias a Dios que no le pasó nada malo". Tiempo después, ya más grandecita, y durante toda mi vida he seguido enfrentando episodios similares, no sólo de extraños, de compañeros, de conocidos.
Sin darme cuenta a la par que fui creciendo, la cotidianidad de estas situaciones también la convirtió en algo común, por lo cual siempre mi reacción era estar agradecida con Dios porque no me pasaba "algo malo". Por mucho tiempo asumí la responsabilidad de esto como si fuera mi culpa, por ser niña, por haber nacido mujer, siempre me culpé y lo viví bajo la filosofía de dejarlo pasar, al fin y al cabo no se puede cambiar.
Hoy, gracias a la vida, al ejercicio de conciencia, a las muchas mujeres con las que he intercambiado testimonios similares, entiendo que si mis piernas, en medio de la angustia no hubieran empezado a correr aquella vez, seguramente formaría parte de las estadísticas de todas las niñas violadas.
Tal vez lo ocurrido con Yuliana Samboni sacó a flote la indignación acumulada durante años al sentirme violentada en éste sentido, al dolor adormecido de mi niña interior, lastimosamente ésa no fue la primera vez y probablemente aún no he vivido la última.
Es por esto que cada vez que conozco de un caso de violencia sexual grita dentro de mí esa niña que necesitaba crecer sintiéndose segura, como quiero que se sienta mi hija menor, como no lo logré para mi hija mayor.
Pasaron años y momentos muy difíciles pero hoy ya no tengo rabia conmigo, lo que siento es una mezcla de tristeza, ira, indignación, impotencia y tengo que llorar para dejar salir el odio y el rencor que se sienten al escuchar los horrores que tenemos que enfrentar como niñas, como mujeres.
Leyendo el testimonio de otra mujer luchadora y querida, en el que una compañera le dijo (respecto al caso de Yuliana): "somos sobrevivientes por no haber gritado" debo decir, yo también me sentí ridícula por tener miedo de morir aquel o tantos otros días, yo también pude ser raptada, también pude ser torturada, también pude haber sido asfixiada hasta quedar inconsciente, que triste entender que si hubiera gritado pude haber sido asesinada.
No es una experiencia extraña, es mía, la de muchas, muchísimas mujeres, la de Yuliana; el tipo que me agredió aquella vez, no es muy diferente del que arremetió contra éste angelito que hoy se ha convertido en bandera de estos casos en los que, como dice Antonia, mi hija de 6 años: "hoy ya no está".
El asunto es que tras tanta indignación y juicio por el sacudón que nos provoca, más allá del justo castigo y la suerte que debe correr Rafael Uribe Noguera, están triste y angustiosamente las millones de niñas que crecen día a día viviendo esta clase de experiencias desarrollándose en un sistema social que sigue educándonos para habituarnos (como yo) a la agresión sexual.
Por esto mismo, al ver a mi hija menor dormir con toda tranquilidad, al ver a mi hija mayor madurando como mujer y como humana, a mis amigas preciosas y amadas y, pensando en cada mujer que la vida me ha permitido conocer, me muevo con furor y preciso acciones dentro de mis posibilidades con el profundo anhelo de que un día esa infancia sagrada sea imperturbable, que las niñas, las mujeres podamos transitar y habitar nuestro espacio en el mundo sin miedo, sin angustia ni incertidumbre, sin sentir vergüenza por algo de lo que no somos culpables.