El mito del niño dios
Una de las primeras revelaciones de crecer, de abandonar el mágico mundo de la inocencia y convertirse en un adolescente puberto lleno de pelos e ideas sucias, es entender que el niño dios no existe. No sé si ahora se habla de cartas a papa Noel o Santa Claus para darle más caché a la vaina, pero cuando yo era niño escribía fielmente mi carta al niño dios junto a un primo o algún amigo y la dejaba en el árbol para que, mágicamente, desapareciera al otro día.
Mi ilusión resistió las peleas con unos primos mayores que decían que el niño dios no existía, la llegada del internet, los amigos cristianos que no creen en esas vainas y hasta todo lo que uno escucha de los adultos, pero no pudo soportar encontrar un día dentro de un cajón de ropa de mi mamá todas las cartas que le había hecho desde que tengo uso de razón. Ahí estaban las cartas guardadas en una bolsita, ahí fue donde todo se empezó a joder.
Crecer es morir un poco, es un proceso doloroso tanto física como psicológicamente. El organismo se transforma, las ideas preconcebidas recogidas en la infancia se refuerzan y uno comienza a alimentarse de todo lo externo para crear su propia identidad. Uno empieza a creerse la chimba por ciertas cosas, a buscar a las chicas con otros ojos, a hacerse valer como individuo, a encontrarse en el vasto mundo en el que nacimos, a confrontar la idea paterna, a despegarse de la esencia y hallarse a uno mismo.
Lo malo es caerse de la nube, darse cuenta que se nace en un estado corrupto, en un país sin memoria, en una idiosincrasia que querámoslo o no ya hace parte de nosotros. Uno trata de contrariar a los viejos, de dividirse de ellos y encontrarse a uno mismo, dándose cuenta después que, como diría Mario Mendoza:
(...) Hay una parte de mí que me precede, que no es mía, que la he heredado involuntariamente y que me atormenta al influir en mí desde la oscuridad de mi ignorancia. No solo nos llega en el código genético el color de los ojos o el dibujo de la nariz, sino la pasión por el alcohol o la ruleta, el amor febril y desaforado, los gestos que hacemos al mirar por una ventana, los estados de ánimo, los celos, la cobardía o el coraje, la ensoñación o la tendencia al delito y al asesinato.
No somos un yo, sino una suma de individuos que se dan cita en nuestra cuerpo, una actualización de muchos ancestros que encarnan, de pronto y sin permiso, en nuestra piel, en nuestras manos, en nuestra más escondida psicología.... Somos clan, tribu, pura muchedumbre en movimiento. Las palabras que dices en el lecho con tu pareja las decía tu abuelo, los accesos de depresión incontrolada son de tu bisabuela, el talento para pintar o componer es de tu madre y de la misma forma tu hijo dirá o hará cosas que son tuyas porque tú se las has transmitido con la máxima generosidad, pero también con la máxima crueldad".
Es por eso que esa separación nunca se lleva por completo y nos sentimos parte de otros, como si nuestra identidad estuviera oculta tras capas y capas de otras personas. Ya la ciencia rompió aquella mágica ilusión de todos somos especiales, todos somos un mundo aparte, basta entender el funcionamiento del cerebro o leer El mito del yo de Rodolfo Llinas y darse cuenta que tras nuestras complejas personalidades y sensibilidades se esconde lo mismo: carne, ceso y hueso. Por eso es que la ilusión nos hace tanto bien, para sacarnos un momento del contexto real.
Y nada más impactante para salirse de lo real que levantarse una mañana y encontrar un árbol lleno de regalos donde antes solo había vacío e incertidumbre. Nada como ir a la casa de la tía, de la abuela y luego de la mamá y encontrar un regalo puesto allí por el niño dios, y uno imaginarse al niño dios paseando de un lado a otro dejando regalos, sin nada de lógica, fuera de toda realidad en el espacio y el tiempo, solo amparado bajo la necesidad absoluta de la imaginación, que cuando uno es niño es de las mayores alegrías.
Luego de muerta la ilusión viene la duda con la fe, el cuestionamiento de todo y al final la felicidad o infelicidad de no creer en nada. Un amigo me decía que la fe es una virtud muy bonita y que envidiaba a la gente que la tenía, ya que gracias a ella no había tantas preocupaciones y se podía enfrentar la vida con más tranquilidad, confiando en un ser, o seres superiores que cuidan todo, brindan, proveen y protegen. Yo le doy la razón y me lamento también con él, pero igual es mejor quitarse la venda de los ojos a vivir siempre engañado, todo vale la libertad de pensar por sí mismo, ya sea creyendo en algo o no.
Igual hay que respetar y compartir ciertos valores de la navidad como la camaradería, la empatía y el cariño. Mucha gente la celebra por motivos religiosos, otra más por el consumo, otros por la música y así cada quien tiene sus razones. Yo no comparto la actitud extremista, mucho menos el irrespeto, la libertad de los otros desde que no viole la mía es bienvenida, y no me niego a compartir un abrazo y la alegría de la navidad, eso sí, cantando y bailando con Guillermo Buitrago y Pastor López hasta el amanecer.
Lo único malo es que después de rota la ilusión la navidad se vuelve una época sumamente melancólica, al estilo de Last Flowers de Radiohead, como decía el abuelo Abraham Simpson hablando alguna vez de Homero: "Homero y ese perro iban juntos como la navidad y los deseos de suicidarse".