La historia del anillo de compromiso y el anillo de bodas
Ya sea en platino, oro, plata o de brillantes, esmeraldas o rubíes, es la prenda que más ilusión despierta en una mujer. Tiene que ser congruente con el sentimiento del amor que tiene el novio por la novia. Los primeros vestigios que se han encontrado de anillos de este tipo, son en muchos materiales que van desde sogas, huesos de diversos animales y hasta cadenas.
Para el siglo I de la era cristiana, durante el periodo del emperador Plinio el viejo, (23-79 d.C.), fue un aro sencillo de hierro que, cuando lo entregaba el novio, garantizaba que ella no se casaría con otro, respetándose así el compromiso. Cien años después, lo sustituyó el oro y más tarde, los cristianos lo incluyeron en la ceremonia matrimonial. En los siglos subsecuentes, se mantuvo siendo solamente de metal y no es hasta el siglo XV que se le agregó el diamante, como símbolo de la firmeza de la fidelidad conyugal, pero básicamente como la fortaleza de los matrimonios de la nobleza, representando el poder que se adquiría, con la esta unión entre las familias.
Sin embargo, esto no significa que fueran simples o aburridos. Se decoraban con flores y esmaltes de colores muy vivos y la mayoría, estaban grabados con poemas y pensamientos en su interior, como una sortija griega de año 400 a.C., que tenía en su interior la palabra cariño o el anillo de bodas que Enrique VIII le regalara a su cuarta esposa Ana de Cleves, con la leyenda premonitoria: Qué Dios me guarde y cuyo matrimonio fue anulado en 1540. Las argollas no siempre fueron únicas o individuales. En algunos casos, formaban un anillo más complejo, una figura o hasta una palabra, si se unían, como una especie de rompecabezas. ste es el antecedente del anillo posy o anillo de la poesía, que constaba de varios aros, que al unirse, podían formar el fragmento de algún verso.
Los griegos llamaban al diamante adamas, que significa invencible. ste ha sido apreciado de diferente manera por las culturas universales, como también, admirando su belleza y durabilidad. Al ser protagonista de muchas leyendas, se le ha otorgado tanto bondades como propiedades maléficas. Desde tiempos remotos hasta el siglo XVIII, todas las piedras eran originarias de la India, donde eran estimadas más que por su magia que por su belleza, pues los consideraban amuletos poderosos en contra de los venenos, del juego, ladrones y otros tantos males combinados. La gran variedad de sus colores, diferenciaban a las castas, siendo los blancos los más apreciados, valiosos y los que distinguían al estrato más alto de la sociedad. Pero el mundo antiguo también lo aquilataban por sus características, como los romanos por su dureza y los chinos, como una gran herramienta grabadora.
Gracias al auge comercial entre Europa y Asía, los diamantes llegaron fácilmente al resto del mundo, convirtiendo a Amberes en la ciudad de estás piedras por excelencia, así como la capital de las mejores técnicas para trabajarlos. Para 1866, se descubre n el continente africano, el primer diamante, concretamente en Sudáfrica, así como en otros países, tales como Guinea, Sierra Leona, Costa de Marfil, Liberia, Ghana, Angola, Namibia, África Central, Botswana, Zimbahue, Tanzania y la República Democrática del Congo. Con este descubrimiento, se inició el envío de fuertes cantidades de estas piedras hacia dicha ciudad holandesa, consolidándola con el centro de los diamantes más importante a nivel mundial.
A principios del siglo XIX, los corazones, flores, coronas y demás símbolos del amor seguían vigentes, tanto en anillos como en otras piezas de joyería. Pero la Revolución Industrial colocó los adornos en un segundo plano. Las piedras preciosas dejaron de ser exclusivas, al permitir que un mayor número de personas tuvieran acceso a las joyas y por ende a los diamantes. Ya en 1870, su oferta y demanda eran equitativas, gracias al importante aporte de gemas africanas. Esto dio pie a que las novias recibieran tanto el tradicional anillo de compromiso como la argolla de matrimonio, con diseños variados, que iban desde solitarios, abanicos, racimos dobles, de panel o entrecruzados, así como al Toi et moi (Tu y yo), entre otros. Sin embargo, en ese tiempo las piedras se usaban incrustadas, es decir que su belleza no era apreciada plenamente, pues al no tener una refracción total de la luz, los defectos e imperfecciones pasaban desapercibidas fácilmente. Podría decirse que el tallador veneciano Vincent Peruzzi, en el siglo XVII, es el padre de la talla de 56 facetas o corte brillante moderno, como la conocemos hasta la fecha.
Para 1886, la prestigiada casa Tiffany de Nueva York, lanza la montadura para anillos de compromiso, que lleva su nombre, convirtiéndola en la más popular hasta nuestros días. Consistía en un simple aro de metal que sostenía la piedra con seis diminutos dientes del mismo material, elevando la piedra. Así, permitía que la luz le entrará de lleno, mostrando completamente su calidad y maximizando su brillo, convirtiéndola en la protagonista de la pieza. Otras joyerías mundialmente famosas como Harry Winston, de Beers, Boucheron y Cartier, empezaron a utilizar diversos materiales y técnicas modernas. Para 1981, el alemán Hermann Niessing, inventó el anillo con engarces de tensión en platino, donde el diamante flota, entre dos mitades, como si estuviera suspendido en el aire.
Actualmente los diseños y modelos no tienen límites y utilizan, además de los diamantes, cualquier otra piedra preciosa, siendo las más populares el rubí, la esmeralda, la amatista, el peridoto, el gránatela aguamarina, el citrino o el zafiro. Sin embargo, las piedras semipreciosas tales como turquesa, ónix, lapislázuli, ojo de tigre, malaquita o jade, son consideras de muy mal gusto, para este tipo de anillos.