In nomine Dei: la competencia de los parlamentarios chilenos con Dios
Camila Vallejo, diputada chilena del Partido Comunista, ha propuesto que las sesiones del Congreso no sean abiertas «en el nombre de Dios». Su propuesta, aunque aparentemente inútil e insensata, podría volverse tremendamente útil si incluyere la condición de que todas las sesiones ya celebradas «en el nombre de Dios» sean invalidadas y que las decisiones emanadas desde ellas sean anuladas. Una medida como esta beneficiaría, sin duda, al país completo. Pero sabemos que la diputada no hace más que proponer una medida cosmética: una declaración inservible cuya única virtud será mostrar al menos una fracción de las genialidades en las que el dinero fiscal es derrochado cada día.
Se supone que Camila Vallejo me representa a mí como ciudadano en la Cámara de Diputados, puesto que ocupa uno de los escaños correspondientes a mi distrito, pero sé de sobra que ella no respaldaría una medida como la que mencioné arriba y que sería una pérdida de tiempo siquiera sugerírsela: ella no está en el Congreso para escuchar a sus electores, sino para servir a los propósitos del Partido Comunista. Este comportamiento, por cierto, está prohibido por la ley de partidos políticos, pero todos sabemos que en Chile «la ley es relativa» y que es mucho más importante perseguir el lucro en las universidades (una conducta que ni siquiera está penada por la ley) que impedir las instrucciones de los partidos políticos sobre los votos de sus congresistas o negar la inscripción como candidato de alguien que obtuvo su carta de nacionalización hace menos de un lustro.
Dios no ha ganado elección alguna. Incluso podría alegarse que perdió al menos una por aclamación popular (1 Sam 8). Pero debemos reconocer que su intervención en las interacciones de las personas resulta mucho menos notoria (si acaso visible alguna vez) que aquellas infinitas y molestas y denigrantes llevadas a cabo por obra y gracia de los poderes estatales. Entonces, Dios puede no ser muy popular entre los comunistas, como Camila Vallejo, y los hipsters; pero debemos admitir que mosquea mucho menos que un político o que un «luchador social». Así que, si me preguntan a mí, preferiría tenerlo a l como gobernante directo de todos los territorios habitados por el hombre en fiucia de los políticos que, sin tener condición divina, se comportan como si tuviesen la facultad de mandar sobre todos sus congéneres humanos.
De modo que, por supuesto, no necesitamos invocar ningún dios que no se comporta como tal, puesto que no impone su voluntad sobre los hombres y respeta su condición libre. ¿Para qué invocarlo si ya tenemos dioses electos democráticamente asumiendo con plena satisfacción su capacidad para controlar las vidas ajenas? Los diputados no necesitan invocar ninguna divinidad porque ellos mismos se han conferido una condición divina que los dota de la habilidad de decretar si acaso es pertinente adorar o no otros dioses aparte de ellos y de fijar su propia dieta (salario) y de ungir a quienes los sucederán o a quienes los servirán. Como dijo el senador Guido Girardi, «soy consciente de que tengo poder, pero me lo he ganado»: así mismo canta el coro de los congresistas.
La condición divina de los congresistas algo que hasta el propio Showa Tenno rechazó para sí mismo opera como metáfora del poder absoluto que tiene el Estado sobre las cosas y las personas: ¿quién osará oponerse a un poder tan extenso y aplastante? Lo más sensato ha de ser, sin duda, obedecerlo y tratar de obtener algún beneficio desde él, como ha ocurrido desde antaño con todos los tiranos. La propuesta de la diputada comunista no se opone, pues, a la imbricación del Estado con la religión, sino que exige reconocer en él y sus magistrados la única divinidad que las personas deben temer realmente y sobreponer a cualquier otra que reconozcan en su vida privada.