Donde habita la nostalgia
Y si la historia estuviera equivocada. ¿En realidad, los hechos sucedieron como lo han contado? Tome usted en cuenta que hay sucesos que desconocemos y, ahí están, esperando a que algún ocioso los desempolve.
Un claro ejemplo es el fútbol. Hay quienes afirman que nació en Inglaterra. Pero si usted viene a tierras ecuatorianas y le pregunta a un quiteño dónde se originó el balompié, de seguro le dirá que en Quito. Sí señor, aunque usted no lo crea, el fútbol dio sus primeros pasos o mejor dicho, sus primeras patadas, en la capital del Ecuador.
Incluso, hay algunos osados que contradicen a Marx y Engels cuando defienden la paternidad del deporte rey. El viejo Marx afirmaba que el mono se transformó en hombre gracias al trabajo pero, para los quiteños, el fútbol contribuyó en la evolución del primate en homo sapiens. Y sólo confírmelo, vaya a la costa y observe a los "monos" cómo hasta ahora luchan por jugar bien a la pelota.
En fin, el peloteo se lo lleva en la sangre.
Se dice, se cuenta, se afirma y se reafirma que el fútbol ecuatoriano no nació en Guayaquil, los derechos de propiedad intelectual los tiene Quito. Es que en el irrefrenable vértigo de la historia, por un momento, sólo por un momento, Quito era la capital futbolística del mundo y en el centro estaba el parque "El Arbolito".
Usted debe imaginarse que El Arbolito era una grandiosa construcción de hormigón armado, digna de recibir a los amantes del fútbol. En realidad, no era un monumento al deporte. Le invito a imaginar: la general sur tenía seis hileras de graderíos verdes, completamente naturales, de tierra y hierba. Localidad destinada para los amantes de la naturaleza y para las clases populares. La tribuna y la general norte eran de cemento. Seis hileras de color plomo que le daban mayor categoría al escenario. Obviamente, destinados para aquellos que no se ensuciarían las manos comiendo unas buenas empanadas de morocho de tres reales con su respectivo ají de tomate de árbol.
Es que todos aquellos que amaban el fútbol confluían al parque El Ejido, y cuando se dice todos es todos. Uno de ellos era Gonzalo Velásquez. Un tipo de no más de metro sesenta y ocho de estatura, "patichueco", robusto y con un bigote al estilo Pancho Villa. Usted lo encontraba todos los sábados lustrando sus botines con afán. El día anterior, Gonzalo los cubría con cáscaras de plátano.
Debes poner cáscaras en los zapatos para hacerlos más duros, para que cuando patees no te duela, decía con un rostro desabrido y una mirada que podía partirte en dos en un instante.
Así era el "Pajáro" Velásquez, una mezcla de dureza estoica y sabiduría popular. Todos los domingos religiosamente se dirigía al Ejido o a la cancha del colegio Mejía. Considere usted que jugar en esos escenarios era cosa seria. Solo imagine: una mañana de verano, el sol tostando la piel o el frío inmisericorde que lleva consigo el viento de Quito. Además, eso de jugar en forma amateur era un verdadero acto de valor. Seguro se le viene a la mente unas buenas canilleras. Señor, eso no existía. Según los antiguos quiteños, eso era para maricones y en esa época tampoco era común la defensa de las diversidades sexuales. Por canillera se debía tener la mayor habilidad del mundo para evitar tremendo patadones que los rivales propinaban.
La alimentación del hincha y del deportista era importantísima. Luego de la jornada dominical era imposible no ir a los hornados del "Chulla" Pérez. El aroma a chancho hornado con sus tres buenas tortillas de papa, abundante agrio y unas cucharadas de ají de maní, ganaba la voluntad de todos los asistentes. Y si con eso no quedaba satisfecho, una buena Pilsener lo dejaba quieto.
El fútbol quiteño era una suerte de batalla medieval, con una pequeña dosis de danza clásica y picardía. Es que patear el balón iba más allá de una mera satisfacción económica o interés publicitario. En aquellos días, era un verdadero logro salir en una pequeña fotografía, en uno de los pocos medios impresos que circulaban y eso si la fotografía salía clara y se lograba distinguir a alguien.
Los primeros encuentros de fútbol se realizaron en el colegio Mejía en 1907. Resulta que por aquellos días llegó un francés de apellido Rangel con algo hecho de cuero, de forma casi circular y con una vejiga en su interior, era el primer balón que llegaba a Quito. Desde ese momento, el fútbol cambió la combinación molecular de los quiteños y modificaría para siempre su genética. Es así que un año después se fundaría el Sport Quito, un 11 de noviembre de 1908. Este club aglutinaría a todos aquellos amantes del balompié y según dicen los antiguos, no es ni de cerca pariente del actual Deportivo Quito. Obviamente en toda historia hay un envidioso: Guayaquil simulaba los pasos de la capital. Un 18 de septiembre de 1908 se fundó el Patria, como dicen los guayacos: "la mamá de los peloteros".
Lo más probable es que usted diga: ¿cómo puede haber copia si el equipo guayaquileño se funda dos meses antes? Es cierto, pero usted no toma en cuenta que ellos vinieron primero a aprender a jugar en Quito. Simples errores burocráticos o la mala memoria de un cronista despistado. Y si no me cree, vaya y pregunte.
Estimado, en aquellos días, el fútbol congregaba todo tipo de gente y de todos los estratos. Hay quienes afirman que en la cancha se podía ver al mecánico, al doctor, al estudiante, al barrendero, juntos, tras un balón. El fútbol al igual que dios, acoge en su seno a todo aquel que quiera seguirlo. Todos se sobrecogen en el acto litúrgico cuando se mueve la pelota y ven al mismísimo dios cuando se consagra un gol.
Patear un balón se convertía en un acto de amor, amor por el arte. Un amor que superaba la barrera del tiempo y el espacio. Los domingos se convertían en un agujero negro, absorbía todo a su alrededor, familia y amigos, compadres y vecinos. Por el tiempo no había que preocuparse, porque era lo que más había. Se jugaba hasta cinco partidos en seguidilla y en distintos clubes. Es que el amateurismo no conocía la barrera de la camiseta. Eran once individuos, sudados, golpeados, empolvados, que se apasionaban cuando saltaban a una cancha y jugaban, sólo por el amor de jugar.
Y es que había que tener amor para patear un armatoste con una circunferencia de 71 centímetros y parar con el pecho un cuero de una libra de peso. Lo puede usted imaginar. Un jugador en la actualidad tendría alguna fractura o terminaría molido. Es obvio, los antiguos quiteños comían un buen tazón de "chapo", que no es otra cosa que machica mezclada con leche. Con esa base nutricional y unos buenos tragos encima, el peso de la pelota era lo de menos.
El "Pájaro" era un especialista para meter goles de cabeza. A pesar de su mediana estatura lograba elevarse en el aire, ubicar la posición del arquero, mirar a la multitud que lo aclamaba, girar sutilmente la cabeza y mandar el balón al fondo del arco. No era un gran jugador, simplemente hacía con pasión lo que más le gustaba hacer. Su paso por clubes de Quito es un verdadero record: Crack, Cubeco, Gimnástico y Argentina.
Era parte del cotidiano conversar acerca de los grandes partidos entre Libertad, Amazonas, Andes, Olmedo y Sport Quito. Esto sucedía allá por 1910. Pero a la plática había que agregarle ese picante que nunca falta: A cinco minutos de terminar el partido entre Sport Quito y Crack, el "Negro" Puebla dispara al arco luego de una habilitación del "Pajáro". El balón rebota en uno de los parantes de madera del arco, el "Negro" la recupera, deja atrás al puntero se dirige de nuevo al arco, con el rabo del ojo divisa que el arquero esta jugado y se prepara para patear, se ladea, la mirada fija en el ángulo superior derecho, la hinchada comiéndose las uñas, falta 1 minuto, una gota de sudar resbala por su mejilla, en las gradas se oye: "patea la gran puta", todo estaba preparado para la celebración. En un acto de intervención divina, el back centro se recupera y le da una patada para que se arrepienta de haber nacido.
Final del partido en el estadio, empates a ceros. Final del partido en la calle: tres detenidos, cuatro narices rotas y una veintena de ojos morados. Es que en el fútbol si no se soluciona por las buenas, se soluciona por las malas, pero alguien tiene que salir ganando.
El "Pajáro" también jugó en el Argentina. En una tarde memorable metió nueve goles de cabeza al Titán. Un verdadero record que no fue registrado por el Guinness World Records porque ni existía. Muchas de las grandes proezas de aquellos días no se registraron y sólo perduran en la memoria de aquellos que disfrutaron o escucharon de esos días.
En un punto de la historia el buen fútbol de Quito se convirtió en un recuerdo y en su peor momento trastocó en mercancía. En un momento, el fútbol se convirtió en leyenda. Luego pasó a ser mito y con el ir y venir del tiempo y unas cuantas capas de comercialismo y un recubrimiento de regionalismo triunfalista, el mito se convirtió en olvido.
De aquella cancha de tierra con arcos de madera, con graderíos de tierra, hierba y hormigón. Del estadio donde se podía comer empanadas de morocho con una Orangine o Quíntuple o un buen hornado con una cerveza fría. Del escenario donde se dejaba la vida misma por el solo amor a una camiseta, solo queda una esfera de metal, unas cuantas esferas de piedra, que conmemoran las grandes jornadas que ahí se realizaban. Ahora es un parque, pero cuando usted pase por ahí recuerde que en ese lugar se forjó el fútbol.