Aquel día en que los marcianos llegaron a Quito
Corría el año de 1949, los límites de la ciudad de Quito no pasaban el sector del Ejído. El Parque La Carolina resultaba un paseo largo que quedaba reservado para los picnics de los fines de semana. La ciudad tenía que funcionar como un reloj suizo. A las 6 ya estaban todos despiertos, a las 12 se almorzaba y a las 7 se cenaba. Las puertas de las casas siempre abiertas, no había peligros y los niños jugaban tranquilamente en las calles.
El medio de movilización más usado era la caminata y eran pocos los buses que había en la ciudad. Para que el alumbrado público funcionara era necesario que alguien de la empresa eléctrica encendiera un switch en cada calle. En aquel entonces la radio era el medio más inmediato y las novelas que se transmitían ahí eran la compañía y entretenimiento de las familias quiteñas.
Parecía un día como cualquier otro. "Por la mañana acompañe a mamá al mercado" comenta Susana cuando recuerda ese sábado en que Quito ardió en medio del caos. Tenía 10 años y como cualquier niña de su edad ella ya estaba en cama a las ocho de la noche. Dormía sola en una habitación ya que era la única mujer de 5 hermanos. "Ya vienen los marcianos, levántate" fue lo que ella escucho al ser despertada por su madre. Se puso un saco sobre el camisón de noche y la acompañó a tocar la puerta de los inquilinos que ocupaban los tres pisos de la casa para anunciarles la llegada de los marcianos.
¿Qué hicieron después?, lo que muchos hubiesen hecho en aquella época, "subimos y bajamos la gradas rezando". Los inquilinos guiados por la dueña de casa coronaban la azotea recitando el rosario para luego hundirse hasta el patio entre llanto y oraciones. Cada lágrima era una plegaria para que la virgen perdonara sus pecados mientras los supuestos invasores destruían Quito. "Qué serían los marcianos, yo no lo sabía", afirma Susana. Ella recuerda que lo que más le impactó de ese suceso fue la luna llena que iluminaba el cielo.
Cuando los marcianos interrumpieron el juego
"Para mí tu recuerdo es hoy como la sombra del fantasma a quien dimos el nombre de adorada...No te reprocho nada, o a lo más mi tristeza, esta tristeza inmensa que me quita la vida". Para mí tu recuerdo, el pasillo entonado a mano de Benítez y Valencia sonaba en la radio del zapatero de la calle Imbabura. Una jorga de jóvenes, entre ellos Don Mario, jugaban a la Guaraca. Todos ellos vestían pantalón sobre las rodillas por el costo que implicaba bajarlo al entrar a la adolescencia. Acostumbraban reunirse después del rezo del rosario. De pronto, el canto fue interrumpido para dar un anuncio especial, los marcianos estaban en Cotocollao.
"Con esta interrupción tomamos otra actitud, yo fui donde mis papás y les pregunté, pero ellos no sabían nada" comenta Mario. Media hora después se podía observar a la gente corriendo con sus colchones, nadie sabía a dónde dirigirse. Algunos se iban al Panecillo y otros a la Libertad. La muchedumbre se movilizo hasta la emisora cuando anunciaron que solo era una actuación, "de pronto nos enteramos que se estaba incendiando Radio Quito". Mario también pensó unirse a la multitud, pero al ver las llamas desde el último piso de su casa decidió quedarse ahí observando al edificio colapsar.
Fue una cosa de espanto
"La gente subía con ollas y colchones a la Libertad, yo lo vi todo porque vivía en la calle Mejía" comenta Mauro Jaramillo. A pesar de sus 87 años todavía recuerda aquel día. Cuando los locutores se dieron cuenta del caos ocasionado anunciaron que solamente se trataba de una radionovela, pero ya era muy tarde. "Yo vi lo que la gente subió al tejado, se cruzaron a La Providencia y también se botaron". Las llamas inundaron al edificio y la caballería bloqueo los accesos a la calle. Sin embargo, los gritos de ayuda de los locutores no obtuvieron ninguna respuesta.
Al siguiente día Mauro vio que un camión se llevaba las maquinarias carcomidas por el fuego. Al hablar de aquel día repite "fue una cosa de espanto" más de una vez. l asegura que nunca dudó de la falsedad de la noticia y que siempre ha sabido mantener la calma.
Caóticos, revoltosos y crédulos fue la combinación perfecta para crear una historia real que ni el mismo Orson Welles hubiese imaginado. Quito fue testigo de la histeria de sus ciudadanos quienes en medio del terror y la furia olvidaron el arte y el placer que brotaba cada noche a través de sus sintonizadores. Todo esto gracias a los locutores que terminaron sus días en medio del fuego ocasionado por aquellos que alguna vez los escucharon con enternecimiento.