De la palabra al mito
Se me hace que la escritura, al igual que nuestros primeros dioses, se va tejiendo con los hilos de la paciencia y de la observación cuidadosa del mundo y sus personas. Para que un texto respire por sí solo, se precisa de autonomía e ímpetu, de harta fuerza liberadora y, por supuesto, de un trabajo artesanal espinoso con cada una de las texturas de las palabras. Los primeros dioses, por su parte, necesitaron de nuestras primeras palabras para ser nombrados en este, su mundo colosal. Imaginando su muerte aquí y allá, en ellos y ellas, descubrimos la naturaleza rara de nuestras entrañas como seres humanos.
Desde entonces hemos jugado a crear las formas de nombrar y representar nuestras realidades confusas, nos hemos inmerso en el ojo de la condición humana a tal profundad que hemos creado a los dioses para que estos nos creen a nosotros. ¿Se trata entonces de humanizar la bestia? Luego, la pronunciación de las cosas del mundo y de los seres que lo habitamos, promovió que los dioses y su furia anduvieran a pie de boca en boca, que la experiencia se compartiera y se escuchara de oídas, como si se tratara de un susurro ancestral para conjurar nuestro caos.
Nos vimos por vez primera en el reflejo del agua y descubrimos que adentro bosteza un pasado que no deja de pasar, que la imagen de sí ante nuestros ojos asustados es un recuerdo de origen. El sol y la palabra se funden en la luz, en el inicio de la vida humana. Por ello, el hecho de que ?al menos hasta ahora? amanezca siempre a pesar de los muertos y el hambre, nos habla del abismo del eterno retorno a la semilla. Hay aquí una revelación obvia: la salida del sol es, también, la articulación de nuestro asombro con la palabra, sin importar su repetición monótona. Cada amanecer nos camina, pues, a un culto, a una pronunciación remota, a una escritura en las paredes de la caverna iluminada por el fuego, por el hogar.
El mito, entonces, se cuaja en las entrañas de los dioses y se pare en la boca de los humanos. El mito tiene que ser palabreado de boca en boca incesantemente, se hace en la oralidad, en el compartir preocupaciones y asombros entre dioses, hombres y mujeres. Las primeras palabras no solo nombraron los primeros dioses, pues se convirtieron en las historias de nuestros primeros muertos. Hicimos de la palabra un ritual, nos volvimos testigos de nuestra vida cuando sepultamos los cadáveres entre todo el escombro de la guerra y el hambre.
Escribimos para resguardarnos del propio horror de nuestra condición humana y, al mismo tiempo, qué ironía, saboreamos cada sílaba como si fuera el último sabor del paladar, y terminamos imponiendo nuestras palabras, nuestros primeros muertos, nuestros amaneceres como si acaso todos los pueblos hubiesen sido creados por el mismo dios, bajo el mismo sol, en la misma caverna, con la misma fascinación y angustia; como si acaso a ese de al lado no le hubiesen contado otras historias de otros dioses, de otros muertos, de otros perversos que también vivieron para crear el nombre de las cosas.