Y el verano llegó a su fin...
Se acabó. Fueron dos meses maravillosos. Pero en algún momento hay que despertar y reincorporarse a la vida cotidiana. Como el momento en el que el camino se pierde entre la frondosa y mullida hierba, y sabes que; al seguir andando, este reaparecerá más ancho, más inclinado también.
Este último periodo cálido ha sido determinante para mi en muchos aspectos con respecto a los veranos anteriores, no por los viajes (que no he hecho, pues tan solo fui a mi pueblo en Cuenca durante una semana y media), tampoco por los manjares exóticos (que no he probado, excepto quizá el ajorriero si consideramos a la Alcarria una especie de Arizona), ni siquiera por el sexo (que ha sido escaso y, en general, mediocre).
Este verano ha sido el primero que paso de la veintena, y ello es significativo, pues es el primero en el que empiezo a dejar atrás la más pura adolescencia; alargada futilmente, para pasar a otra fase, otro estadio de conciencia, con los cambios que este conllevará en mis propios actos. Tras un año académico funesto y la decepción de ver cómo el idealismo del amor, de la amistad, del trabajo y del estudio, que venía forjándose en mi desde mis primeras poluciones nocturnas, comienza por fin a derrumbarse, ahora me doy cuenta lo positiva que puede ser la decepción a veces, como el dolor que te avisa de un mal oculto o el olor a lluvia que avisa de la tormenta.
Sin embargo, esperaba que el verano sirviese para; al menos, durante los meses de julio y agosto, ocultar las grietas del rosaceo faro de mi existencia. Ni por asomo. Tan solo las ha hecho más visibles a golpe de resaca.
Y es que, a veces, vemos la vida a través de un folio, dibujamos la silueta desde la lejanía y coloreamos al fresco. Ya no se podrá callar lo dicho o desviar los recorrido, arreglar el roto ni borrar lo pintado. Lo que si puedo hacer para, ya de paso contrariar mi habitual pesimismo, es volver a actos que resultaban positivos para mi, allá por otro tiempo y lugar, cuando me interesaba la lectura, tanto de otros como la "mía".
Durante los últimos cinco años dejé de hacer deporte, para mi pasó a ser vulgar, dejé de conocer a las personas, me alejaban de mi propio conocimiento, dejé de estudiar, pues aprobaba sin esfuerzo; y, por último y más doloroso abandono, dejé de leer libros. Simplemente me dejó de importar lo que otros tenían que decirme: la ficción fantástica me alejaba de mi realidad, y la ficción realista no era la mía. Nada me decía nada.
Es por ello que me refugié en lo superficial, lo vano. Debido a mi bajo poder adquisitivo, a mi natural inmovilismo y como muestra de esa vacuidad, me descargué un juego para móvil (¡Pobre!) que monitorizase mi desgana. En una de las interminables sesiones de vacío, desperté. Me di cuenta al fin. Desinstalé el veneno de mi cuerpo y succioné la aplicación de mi móvil.
De repente, me sentí poderoso, arrollador, con la capacidad de contrariar mi estupidez y recuperar la tenacidad perdida, al simple toque del coltán. De repente, me di cuenta: el verano había terminado. La cegadora luz que empapaba las calles, que reflectaba los rayos solares en nuestros ojos a través de las paredes, se comienza a apagar; y, al disiparse, deja ver al fin la verdad de los días no vividos y de las noches desvividas.
Y ahora me encuentro en la soledad de la letra, la palabra y la oración. Solo, pero no aislado.