En el mundo hay incontable cantidad de lenguas. Y por razones de diferencia de criterios debido a los dialectos, a las derivaciones idiomáticas, y a las opiniones personales sobre qué es o no una lengua, es posible que no se sepa el número exacto. Aunque oscila entre seis mil y siete mil.
Las historias de los desarrollos de las distintas lenguas son tan fascinantes como extensas a lo largo del tiempo. Es enorme la cantidad de cosas que se pueden saber sobre una civilización con el entendimiento del idioma de su expresión oral. Sin irnos a lenguas lejanas y recónditas, hay un ejemplo perfecto.
Mi destino es la lengua castellana,
El bronce de Francisco de Quevedo,
Pero en la lenta noche caminada,
Me exaltan otras músicas más íntimas.
Alguna me fue dada por la sangre
Oh voz de Shakespeare y de la Escritura (...)Jorge Luis Borges
Estudiando el francés me di cuenta de un hecho que me parece relevante destacar: el francés tiene muchísimas conjugaciones, palabras, expresiones. Y a veces salgo de mi timidez y pregunto: ¿Cuál es la diferencia? Me la explican, me señalan que depende del contexto y puede comprenderse cuál de las dos (o tres) es, me dicen unas diferencias tan ridículas que resulta difícil creer que suenen igual.
Y en ese momento pienso en el italiano, idioma que cambia sus reglas dependiendo de las letras consecutivas a algunos adjetivos, buscando evitar el diptongo y facilitando el habla. Si hay una diferencia en contenido siempre se hace saber al hablar, como por la pronunciación de las dobles consonantes. Caso opuesto a estas dos lenguas latinas son las lenguas orientales, carentes de tiempos verbales, que logran una gran practicidad para su expresión y aprendizaje.
Entonces pienso: ¿Podría un idioma tener más que una cultura que se expresa mediante sus normas gramaticales? ¿Es posible que las lenguas tengan un propósito que encarne las necesidades y el destino más intrínsecos de los pueblos que las hablan? ¿Es posible que el francés, tan preciso en la escritura e inexacto en la oralidad, metaforice al pueblo?
Tal vez de allí surge la gran disputa entre lingüistas acerca de quién precede y define a la otra: la lengua o el pensamiento. Mas la respuesta no importa cuando se piensa en las grandes diferencias que surgen en las traducciones, y es debido a estas grandes disimilitudes no solo entre esos dos idiomas sino en todas las culturas que surge una certeza inquietante: la traducción otorga unos binoculares con los cuales se puede percibir lo escrito a la lejanía, a través de un rio cultural, pero es incapaz de construir un puente para cruzar al otro lado.
Imaginemos una simple historia de origen incierto acerca de un hombre que se encuentra sentado en un banco esperando el autobús. Luego de un rato llega otro hombre y comienza a hablarle. Acto seguido, el primero responde fríamente y se aleja unos metros.
Cuando un argentino, por ejemplo, lee esto, lo más probable es que la historia que lee se trate de un hombre malhumorado y maleducado que responde mal a otro que solo buscaba crear una conversación casual. Sin embargo, si un sueco lee esa serie de eventos, interpretaría lo siguiente: un hombre tranquilo espera un autobús, cuando llega un señor extraño que intenta hablarle y lo asusta.
En Suecia la conversación entre extraños es casi un hecho que no se da en ninguna ocasión a menos que tenga una razón específica, si uno se encuentra perdido o busca algo, por ejemplo. Esas mismas diferencias podrían ser más o menos acentuadas en relación a la cultura y a los conceptos de cosas que van desde lo más complejo hasta lo más simple, como el desconocido concepto de dinero en algunas tribus indígenas.
Otro claro ejemplo de grandes faltas en cuestiones de traducción es La Divina Comedia de Dante Alighieri, escrito originalmente en italiano antiguo (o toscano florentino en ese momento). Sin embargo, al ser traducido al español se lo encuentra en español moderno. ¿Cómo es posible sentir lo mismo que siente un italiano al leerla sin las diferencias de vocabulario a través del tiempo?
Un escrito a traducir es una pieza que requiere minuciosa selección, allí entrando en juego las prioridades del traductor. Y es por ello que frente a un texto, debe elegir qué desea salvar: la traducción literal o el efecto en el lector. Es una batalla interna en donde usualmente vence la palabra y no la sensación. Y es aquí donde me tomo la libertad de discernir: el trasfondo cultural de las palabras es demasiado pesado como para ignorarlo.
El traductor puede realizar la traducción más magistral de todas, y aun así sería muy difícil que el texto sea el mismo, pues debe capturar la esencia de un pueblo, conocer a fondo hasta los rasgos más desapercibidos como si fuera uno más de ellos. Y aún de ese modo el lector no tendrá el conocimiento suficiente para percibirlo en todos sus detalles, porque el mundo que conocemos es a través de binoculares. Hasta los estudios del idioma, de los autores, de los conceptos más simples con los que vivimos nuestras vidas son una copia muy cercana de la obra real; aunque nunca la misma. Y surge la alarmante y finalmente última de las certezas. Una de las más reales e innegables de todas, que hasta el más erudito de todos los seres humanos no se atrevería a contradecir. Y es que poco sabemos, poco comprendemos, poco nos damos cuenta, y hasta la más simple de las traducciones puede cambiar todo. Después de todo, la traducción más exacta de todas debería tener numerosas notas al pie, e inclusive así sería enormemente inexacta.
Los textos de un pueblo están destinados a ese pueblo aunque fueran destinados al mundo entero, porque, tal y como dijo el Maestro, el diccionario no acierta nunca.