La plaza se engalanaba con el toque de las trompetas, trombones y tambores, el matador a porta gayola esperaba la salida del toro desde el toril, para unos minutos más tarde, durante el tercio de muerte un cuerpo reposase inerte sobre el ruedo, pero no el cuerpo del toro, sino el del torero.
Sin importar cuál sea la propia postura frente a la tauromaquia, con las recientes muertes de dos toreros: Rodolfo 'El Pana' Rodríguez, y Víctor Barrio, hemos de retomar los diálogos y las conciencias, quizá no de acuerdo a la validez de la fiesta taurina en el mundo actual, al anacronismo, e inclusive al salvajismo; sino apelando a la propia humanidad.
A partir de la muerte de ambos toreros, las pasiones alrededor de la controversia se encendieron, los aficionados -por supuesto -se lamentaron por la caída de estos matadores; y por su parte, los antitaurinos, de forma sorpresiva y contraria a su propio discurso festejaron la muerte.
Los papeles se invirtieron, quienes celebraban una fiesta de muerte ahora sintieron pésame, y quienes decían protestar en favor de la vida fueron ahora quienes gritaron de alegría: alegría mal emanada e hipócrita, pues contradijeron sus profesas, y es que más allá de lo en contra que se pueda estar de la tauromaquia, la muerte de una persona no es algo que deba celebrarse.
Los vítores esta vez no se quedaron únicamente en la plaza de toros, sino que salieron a instalarse ahora a las calles y el internet. Felicitaciones al toro y ofensas al torero muerto no se hicieron esperar más de un día después de las muertes. ¿Hasta dónde ha de llegar la crueldad humana? hemos de preguntarnos, refiriéndonos no a la muerte de toro por ahora, pero sí a las burlas y alegrías que vistas como venganza desataron las muertes de los toreros. Es aquí, donde perdemos aquello que nos convierte en humanos, donde los antitaurinos, creyéndose mejores -sin serlo -caen al lugar que tanto critican, clavándole sus propios estoques al recuerdo y la vida consumida de una persona, siendo aquí donde la compasión, la empatía y la vergüenza dejan de existir, llevándonos a una terrible e infame indiferencia hacia la vida, y también, hacia lo humano, hacia los humanos.
La doble moral, la incongruencia, y hasta la ignorancia se manifiestan en actitudes tan inapropiadas como ésta: sin importar nada, bajo ninguna circunstancia ha de celebrarse la muerte de un humano. Pero no parece así entenderlo, no sólo algunos de los que se mofaron, sino nuestra sociedad en general, a partir del discurso irrefutable de la necesidad de pertenencia propia de un individuo ante las masas, de la imperante necesidad de ser parte de la masa. No se pueden condenar los actos, ni de unos ni de otros porque se caería en el burdo juego que se busca evitar criticándose.
No hay así pues, más que defender la vida, no en el sentido poético, sino en el humanitario, de mantenerse fieles a los principios de moralidad más efímera, porque cuando ésta se pierde, se pierde lo humano, se pierde la humanidad.